domingo, 9 de noviembre de 2008

Eructos Literarios: Susana.

Creo que es la última vez que publico cosas tan grandes. Bueno, espero que disfruten mi primera novela. Posteriormente, creo que publicaré por conjunto de cinco pesudopoesías y tres dizque cuentos. aver cómo nos acomodamos.



“Susana”.
(23 de Julio de 1991.)

De Jair Aguilar “Gato Jazz”.




Aquella noche sólo pensaba en tu cuerpo, hembra tempestad. Y si te dijera que ésa noche las estrellas se colapsaban contra mis ojos, que mis dedos ardían, pienso, se me ocurre que no me lo creerás, aunque hayas sentido ésa llama apagarse en tu piel, tacto de cristalinas aguas; sí, no me creerás. Por eso, cuando observo tu retrato, arranco a la luz sus colores para teñirte junto con la locura que ahora me posee, antes que la tarde me robe ésta mi hermosa locura, al entrar por la ventana abierta; te esculpo en la luz mortecina de las esquinas, cinceles para bruñirte en las canteras, en el concreto de los edificios que son mi ciudad. Te envío flores de palabras, y espero poder refrescarte si llega hasta ti ésta lluvia florecida, que es mi declaración de amor, hasta el lugar lejano, inalcanzable, que habitas, para que ya no me sonrías de ésa forma tan triste como ahora lo haces; sí, ya ves, hasta tú sientes bonito al saber que te quiero, que te necesito, pese a la distancia que insiste en separarnos, aún detrás de ésa espesa cortina de color barato, desteñido, que es la entrada a otro mundo, valle del Mictlán.
Te envío todos mis tintes, no me importa quedarme sin colores al regalártelos todos. Por eso apago la luz, y con el último reflejo del plenilunio, pinto mi zodíaco en el techo de la habitación, blando mi cuchillo e intento seguir el rito mágico, inventado, que cree nuestra constelación. Alzo el brazo lo más elevado que puedo, debo crear al Sol. Eso es lo único que importa. Nada más, por que con cada segundo que corre, que nos abandona, el tiempo adelgaza, se hace Nada, y todos los eventos que vivimos se perderán sin sentido; y mientras estiro mi brazo lo más que puedo, tanto como para tocar mi propio dolor, el último rayo de sol entra por mis pestañas.

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-¡Ese cabrón está loco…!
¡Y es que se le ocurrió hacer un “streap-tease” un domingo en plena plaza del mercado! ¡Vaya loco! Y es que si no hubiesen llegado tan oportunamente los gendarmes al sitio, lo habrían hallado difuminado en mil partes. Una voz lo trastornó, -dijo-, y muy campante comenzó a revolotear su calzón “trueno” por sobre su cabeza; las voces se convirtieron en rugidos de furia, no de admiración como él creyó al principio. El murmullo ahora eran gritos, amenazadores. Mentadas de madre, “culero,” “ateo”, “impúdico” creció, y era como si un millón de hormigas caminaran hacia él, trepando por las paredes, por el piso hasta alcanzar sus piernas, y cuando llegó a sus oídos ya era lo suficientemente fuerte para hacer que el movimiento de su muñeca se hiciera más lento, hasta que el calzón cayó, tímidamente, en su antebrazo. “¿Qué pasa?” pensó, e iba a reclamar que si no les gustaba el espectáculo, se taparan los ojos, que al fin y al cabo, el mercado, como la calle, son de todos y que éste era, -por lo menos en los discursos de los políticos en la tele- un país libre; ya comenzaba a jalar aire para dejar salir de su pecho su genial discurso, cuando un jitomate que pasó silbando muy cerca de su cara le advirtió seriamente que aquel enojado público no estaba para retóricas sobre la libertad de expresión. Una voz –dice que- le pidió que se defendiera, para que no le fuese a pasar como en el corrido aquel que dice “no tuvo tiempo de montar en su caballo, pistola en mano se le echaron de a montón” así que corrió y corrió desaforadamente por los pasillos del mercado, buscando lleno de desesperación alguna salida.
¡Y es que estaba bien loco! Pues por un momento de lucidez corrió, brincó tirando los puestos, se metió entre las cajas, en fin, siguió un comportamiento razonable de acuerdo con las circunstancias, pero los enojados marchantes y compradores, armados de palos, cuchillos, proyectiles como frutas y legumbres y hasta piedras y monedas, le cerró toda posible salida, y arrinconado providencialmente en un puesto de chayotes con espinas, tunas y demás verdura espinosa, y, en jaque mate como estaba, la locura, ésa cosa húmeda y reptante, terminó por posesionarse de su cerebro. Con una cantarina y risueña voz femenina que le ordenaba, imposible de desobedecer, que peleara. “¡A la lid, mis valientes! Que mis favores sólo pueden alcanzarlos los valientes que no le temen a la muerte…” Tomó, desafiante, un chayote y gritó, viendo directamente a los ojos de la enardecida multitud, “¡Me llamo Juan, y soy buen gallo!” y comenzó la trifulca. Cada centímetro que avanzaba la turba estaba lleno de sudor, lágrimas y espinas, por que él, excitado, valiéndole nada el dolor de los ahuates, y usando como honda su trusa, hacía que el enemigo cayera, bien parapetado en su fuerte; mas esto no podía durar mucho, ya que únicamente logró que la gente se enardeciera aún más. Una mano lanzó una botella que dio en su cabeza, derrumbándolo. Siguieron más, al estar callada su trusa, uno se aventuró, seguido de otro, y luego la turba. Gracias a algún alma caritativa que le dio aviso a la policía, llegó ésta hasta patinándose, disparando al cielo y abriéndose paso a punta de macana hasta el sitio en donde se hallaba el valiente linchado, al que descubrieron con los ojos en blanco, con partes de cabello arrancados a fuerza, manando abundante sangre y con los genitales en la boca.
No supo cuánto tiempo estuvo desmayado. Lo primero que observó al despertar fue la deslumbrante claridad del techo blanco, con siluetas recortadas contra él. La amplia sonrisa de los médicos le decía en forma callada y confidente “felicidades”. Ya después, cuando su conciencia se lo permitió, le comentaron de sus heridas: el reventamiento de una de sus cuerdas vocales, fractura de húmero, cráneo y pelvis. Una pierna que quedaría rígida para siempre, además de una herida más grave, que provocó que quedara sin casi nada de sangre en el cuerpo y que estuvo a punto de mandarlo al otro lado. El médico fue cuidadoso, y no le dijo nada para no perturbarlo, pero ésa misma noche, la maldad vestida de blanco se lo haría saber.
Después de las nueve de la noche se cambiaron las guardias, y del turno nocturno se hizo cargo una enfermera de unos cuarenta y cinco años, delgada, y con los senos más grandes que él hubiera visto jamás, imposible no verlos. Se acercó, y saboreando su maldad, comenzó a ronronearle al oído el ardor que sentía, que ya no aguantaba más sin un hombre, mientras sacaba de en medio de sus senos un enorme pene de goma. Lamiéndose los labios, lo acercó a su boca y comenzó a lamerlo y a chuparlo con golosidad obscena; se quitó la bata de enfermera y comenzó a masturbarse enfrente de él, todo yeso, hasta que llena de sudor ahogaba un estertor en la almohada, y sonriéndole maliciosamente, sacaba de en medio de ella el pene lustroso de sus líquidos.
No entendió nada al principio, ya que no sintió nada de momento. Y eso fue precisamente lo que lo puso en grado de máxima tensión. Con la mano menos lastimada palpó su vientre, y donde antes estaba su pequeño monstruo de quince centímetros que tanto le gustaba a ella, ahora sólo halló un vació que dolía, y un catéter clavado directamente a lo que quedó de su tronco, ahora cercenado y baldío.
Quiso gritar, llorar, mentarle la madre a la enfermera que de forma tan grotesca se burlaba de él, pero no pudo. Al intentarlo, un enorme dolor se apoderó de su garganta haciendo que sus ojos se rasaran de lágrimas. Tuvo que contentarse con el infantil insulto de sacar la lengua y hacerle “huevos” con la mano menos lastimada ante la risa de ella, que se contenía para no soltar carcajadas mientras le enseñaba el vibrador, se lo ponía en medio de los senos y decía, grotescamente:
-¡Ya quisieras tener uno, pinche puto…!
Para limpiarlo lentamente de sus propios líquidos con la lengua, y él optaba por cerrar mejor los ojos, sin poder contener una lágrima que se escapó, resbalando amarga entre sus mejillas.
Así transcurrieron los meses dolorosos de su recuperación, en los que la enfermera, siempre que podía, lo acosaba, generándole tanto odio como humanamente es posible, siendo víctima atada por la impotencia y los insultos de ella hacia ésa dolorosa estimación suya ahora desaparecida; aún así, aprendió a controlarse y a alimentar ése odio que le daba de nueva cuenta fuerzas para vivir, en silencio. Sólo pensando “ya llegará la mía, pinche vieja imbécil” y con eso se contentaba. Cerraba los ojos y, mentalmente, una y otra vez, maquinaba, corrigiéndolo, aumentándolo, su desquite.

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Esa tarde era especial. Había pasado mucho tiempo desde su linchamiento, y ya le habían quitado los yesos y los tornillos, y se sentía más fuerte. Pero aquella tarde, el cielo se nubló y comenzaron a caer pequeñas gotas de lluvia tiñiendo de colores grises la ciudad, las azoteas, y adentro en el recinto donde estaba, las paredes de yeso tomaron acuareladas formas de azul, arrancándole una sonrisa desdentada a su boca de labios partidos. Desde niño le habían gustado las tardes grises, pero hoy, la tarde le movió algo más que un recuerdo infantil. Con la misma sonrisa desdentada y enronquecida murmuró un dulce nombre, que le recordaban mejores momentos…
-…Sana… Sanita, te extraño tanto…
Aquella tarde se levantó pesadamente, con mucha dificultad de la cama en donde estuvo prisionero por meses, y arrastrando su pierna rígida logró llegar hasta la ventana para observar al gris paisaje, y de pronto, al momento de alzar su vista, unos aplausos rompieron el silencio de la tarde. Gratamente sorprendido, volteó lentamente, impedido por la rigidez de su cintura; deslumbrado, tuvo que ajustar su vista a la penumbra de la habitación y en la cama del fondo, distinguió la silueta de una pequeña anciana que se encontraba sentada en la cama; su corazón latió fuerte al toparse con ésa insospechada compañía, ya que la soledad había sido su constante en ésos duros meses de rehabilitación, y su alma se alegró al notar la amplia sonrisa de dientes desdentados, y su mano alzada indicándole a señas que mirara la calle. Se sintió sobrecogido al ver los ojos de la anciana, grises, lobunos y alegres; volteó de nuevo a la calle, lo jalaba. Sintió mareos de felicidad al descubrir a un joven con su uniforme de secundaria corriendo a toda prisa y cubriéndose la cabeza con el portafolios para evitar que la lluvia le alaciara aún más el cabello cortado con un casquete corto muy mal hecho por aquel peluquero de tercera, ése que allá por la calle de Pachuca tenía su local, en donde a veces dejaba a medias la peluqueada para irse a hacer un jugo de naranja que algún incauto le pedía, el muy descarado… “¡Hijo de su pinche madre! ¡Todo me tuzó, menos el gallo…!”
Aquel joven de gallo y uniforme desaliñado que cursaba el primer grado de secundaria en la “Héroes de Chapultepec” se llamaba, si mal no recordaba, Juan, y ésa mañana dos maestros habían faltado, así que tenían dos horas libres y el grupo le había insistido mucho al “Pelón”, entonces jefe de grupo, que fuese a hablar con la subdirectora, y que así el prefecto “Avezcruz” le diera chance de salir antes al grupo. Todos se quedaron quietos, hipócritamente callados, conteniendo la inquietud de la anarquía para lograr su objetivo. El “Pelón” salió de la dirección con aire triunfal y mostrando a los vigías que el grupo había apostado en las afueras del salón, el papel de autorización. Llegó hasta el grupo de muchachos que lo esperaban impacientes, cerró tras de sí las puertas y dijo:
-¡’Ora si, cabrones! ¡Quédense todos callados y no hagan ruido para que nos saque pronto el “Tío”…!
Al poco rato llegó el prefecto “Avezcruz”, también conocido como el “Tío”, el cual sopesó la hipocresía del grupo de muchachos púberes con una actitud pensativa, y después de un rato que a todos se les hizo eterno, alzó su ceja encima de sus gruesos cristales de aumento y dijo “fórmense para que salgan…”
Al salir, Juan observó su reloj. Aún era temprano, pese a lo nublado de la mañana. Hubiera querido ir con los compañeros a jugar al fut en algún parque cercano, pero siempre fue muy tímido; por lo mismo, casi no se llevaba con nadie. Y si llegaba a su casa a ésas horas, su madre lo atormentaría toda la tarde, seguro, tratando de indagar si se había ido de pinta, así que arrojó la moneda que tenía para el camión, la cual rasgó el aire con los destellos del sol reflejados en ella, rompiendo por un instante las cargadas nubes de lluvia que se juntaban sobre su cabeza. No le importó. Enfiló su timón hacia la calle de Mérida, para posteriormente tomar Durango y perderse en el placer de la vagancia dirigida.
No llegaba aún a Córdoba, cuando gruesos goterones cruzaron el firmamento, y el viento, ahora frío, hacía volar a unas hojitas de papel que estaban en el piso, poniéndolas a jugar con las hojas de los árboles a esquivar los goterones, hasta que el aguacero no se hizo esperar más y soltó su carga sobre toda la calle. Juan corrió, escudándose de la lluvia con el portafolios en la cabeza, cruzando a todo correr la calle para buscar refugio en aquella vieja casa que tenía un zaguán enorme. Como un cachorro, escurrió el agua de sus miembros con su suéter, sacudiéndolo después. Y esperó el fin de la lluvia recargado en la puerta, entreteniéndose en el correr de los oficinistas que pasaban corriendo para no perderse la hora del almuerzo, las gotas formando charcos y desbordándolos. Así hubiera estado toda la tarde, concentrado en el placer infinito de sólo contemplar las cosas, cuando él mismo se sintió observado, penetrado por una mirada fija en su espalda; volteó lentamente y se topó con unos ojos zarcos, casi blancos de tan grises. Como los de un perro, casi acechantes, pensó entonces, hasta que reparó en la dulce voz que le decía:
-¡Pero si estás empapado! Pasa, por favor. No te me vayas a resfriar…
Primero algo asustado por la familiaridad con que se dirigieron a él, después curioso por la cortesía con que le abrían las puertas de ésa casa antigua, de milenios atrás según la óptica juvenil, e impelido por la voz de ella, que usaba un tono que no permitía réplica pese a ser cortés, traspasó el umbral. ¿Después de todo, qué otra cosa podía hacer en ésa tarde lluviosa que se llevó con sus ráfagas de viento su pequeña libertad de dos horas? Así que se aventuró a lo desconocido, ya que no había mucho que pensar.
Al entrar, la casa le pareció más vieja de lo que en realidad era, y aún así, no era lo sombría que esperaba, y era, en realidad, bastante acogedora; la sala de estar se hallaba iluminada por luces bajas que salían de lámparas ubicadas estratégicamente en mesitas que él creyó, eran del tiempo de la colonia, y las paredes y el piso de madera estaban adornados con tapetes de lana y cuadros al óleo que, por estar sucios, tenían un aspecto más viejo de lo que en realidad eran, además de platos de porcelana de Olinalá y talaveras poblanas, además de estatuillas de bronce, níquel y pewter ubicadas exactamente para agradar la vista sin estorbar el paso por aquel espacio, que le pareció, de momento, más de museo que de casa habitación.
-¿Cómo te llamas, muchacho?
-Juan, señora…
-Es muy temprano para que estés en la calle… ¿No te habrás ido de pinta?
-No… Es que nos dejaron salir temprano…
-Estás muy chico aún –dijo ella, en lo que le acercaba una toalla grande y felpuda, que a Juan le pareció más una cobija- ¿Qué edad tienes, Juan?
-Voy a cumplir catorce, señora.
-Tuve un hijo de tu edad. Lo tuve muy joven, un error que mi familia no me perdonó, ¿sabes? Una comete muchos errores llevada por el amor. Y yo cometí el peor error. Tuve que dárselo a su padre, y se lo llevó a los Estados Unidos. De todas maneras, Juan, él ya no me quería como su mamá… Ay, no me hagas caso, será que me siento muy sola en semejante caserón. Creo que todavía tengo ropa de él, y… déjame verte bien. Sí, creo que son de la misma talla… -dijo ella, en lo que tomaba con confianza las espaldas de él, y bajaba sus manos por su cintura y, distraídamente, palpaba las nalgas de Juan, que, turbado, no atinaba a decir nada. Juan se quedó sintiendo el tacto de ella, como algo nuevo, aspirando el aroma a loción cara que ella dispersaba con su cabello castaño en la enorme habitación – Ándale, Juan, ve a cambiarte en lo que termino de cocinar, ya que mi cocinera me abandonó también. Estoy haciendo algo rápido, ¿Qué te parece si me acompañas en lo que se pasa la lluvia?
Juan dudó, pero algo nuevo le decía, desde su entrepierna con una voz poderosa que aceptara, que dejase a un lado la lógica y las recomendaciones maternas acerca de ir con extraños. Al límite de su resistencia, apenas balbuceaba:
-No… Discúlpeme, señora… Es que no puedo…
-No te apenes, Juan. Ándale, deja tus cosas aquí, que no te voy a comer… todavía –dijo ella, sonriéndole, y Juan sintió que toda resistencia se derrumbaba ante ésa sonrisa de ojos grises, que su joven virilidad reventaba el pantalón ante la misteriosa sensualidad jamás sospechada y ella, sonriéndole lo tomó sin aviso, como una generala que tomase una plaza con una estrategia perfectamente planeada, y por lo mismo, exitosa – siéntete en tu casa, Juan, ven, te acompaño a la habitación, no te me vayas a escapar en éste laberinto de cuartos…
Y lo condujo por una escalera de piedra que daba a un corredor adornado con acuarelas dividiendo el espacio entre puerta y puerta hasta llegar a una que abrió; la habitación se extendió ante él, y daba a un balcón que él siempre vio desde la calle, por que sus herrerías parecían bonitas, adornadas con los geranios colocados en macetas de barro rojo. Ahora tenía la oportunidad de conocerla desde adentro y sus ojos exploraron ése nuevo mundo que sin saber porqué, se le abrió generosamente. Sopesó con envidia la confortable cama de latón antiguo, la caricia que debiera ser el dormir cubierto por ése edredón rojo vino, no sentir el frío en los pies, sino el cálido tacto del tapete de lana en ellos al despertarse y apoyarlos en el piso, y vio también con un poco de envidia el secreter, semiabierto con la llave en su cerradura dando destellos dorados, invitándolo a curiosear. Ella abrió un pesado ropero lleno de barroquerías, y de él, sacó una camisa de mangas bombachas, españolada, extraña para Juan, que la vio más como una blusa que como una prenda masculina, un pantalón de vestir negro, de botones, también extraño con sus tirantes, pero lo más extraño fue que ella también sacó de un cajón dentro del ropero, un bóxer de satín negro, y un par de calcetines de liga, que Juan nunca había visto hasta entonces, y un par de zapatos negros de charol, como los que sólo había visto en las películas de Tin-Tán. Sonriéndole, ella dejó las prendas sobre la cama y se dirigió a la puerta.
-Te dejo solo un momento; no te sientas apenado, estás en tu casa. Te llamo, ¿eh? Para que comamos algo…
Al quedarse solo, Juan recorrió la habitación con pasos cautelosos, y después de reconocerla, el brillo de la llave del secreter lo llamó poderosamente, excitando no solo su curiosidad. Tomó la llave, abrió la cortina y hurgó, explorando sus misterios, con vergüenza, desnudándose al mismo tiempo que desnudaba los misterios de los cuatro cajones con cerradura, en donde la llave entró perfectamente, sensualmente. Volteó hacia todos lados, creyendo sentir sobre él una mirada, pero él seguía solo.
Encontró, aparte de un par de libros incomprensibles para su corta edad, un álbum fotográfico. Había fotos familiares en donde el protagonista de ésas fotos era un señor maduro trajeado, con pinta muy próspera y severa. En algunas fotos aparecía un niño rubio que se parecía a la señora, así que dedujo que era el hijo que ahora vivía en los Estados Unidos, y una foto en especial, que llamó la atención de Juan, en donde aparecían los tres. El niño en el centro, como en el cuadro de la Sagrada Familia que tenía su madre en su cuarto, el señor con expresión severa en el extremo derecho, y en el izquierdo, la señora, muy joven. Pero la expresión de ella era de tristeza, y no miraba hacia el fotógrafo, sino hacia afuera, y era como si dijera que quería huir de ahí. Juan cerró el álbum, y entonces notó, cuando lo iba a regresar a su sitio, el listón rojo que sobresalía del piso del cajón.
Azuzado por su curiosidad, que sentía irresistible, jaló de él, para toparse que el cajón tenía un falso fondo, que abrió, descubriendo un sobre para impresos viejo, que rezaba sobre su carátula con una caligrafía hermosa “para ti”. Lo tomó con manos temblorosas, desenredando el hilo que era la última barrera entre ése secreto y su curiosidad, y descubrió adentro fotos polaroid amarillentas por el tiempo y la reacción de los químicos de impresión, que sostenían la imagen de la señora, joven. Era una secuencia, y ella se desnudaba posando, para recostarse en la misma cama que Juan tenía a sus espaldas, y jugaba con sus partes íntimas. En la última foto se veía una mano, la del fotógrafo, de dedos delgados, piel blanca, distorsionada por la cercanía con la lente y el flash. Aún así, se podía ver que era una mano joven, no la del señor de las fotos.
Juan se sintió muy excitado. Por un momento cerró los ojos imaginando a su extraña y bella anfitriona, de la que no sabía ni siquiera su nombre, entre sus brazos, desnuda como la vio en las fotos, y comenzó a masturbarse lentamente, tocándose con delicadeza, queriendo creer que era ella quien lo tocaba. Se imaginó tocando sus pechos medianos, abarcando con sus labios la circunferencia hermosa de los pezones, saboreando su aureola, y beberse toda ésa blanca piel como la leche en un suspiro. Deseó que el cabello oloroso de ella se enredara en el suyo, mal cortado, y antes de que en su fantasía la poseyera, se vino con un suspiro entrecortado, sintiendo a su glande suspirar como él, ardoroso. Tomó un pañuelo facial que se hallaba a su disposición en el mismo secreter, y se limpió, y limpió los rastros de su venida lo mejor que pudo, y entonces vio que el sobre, además de las fotos, tenía también un par de hojas escritas con tinta china. No pudiendo contenerse a su curiosidad, comenzó a leer:
“México, Distrito Federal a 21 de Febrero de 1969.
Mamá:

Anoche casi no pude dormir
De pensar en tu ternura.
Tan amable eres,
Que me cuesta trabajo el ir
A donde no quiero, Susana.
Te amo.
Amo tu flor, tu cuerpo,
El aroma de tus pechos
Que me amamantaron,
Y odio a mi padre
Por que sé que al amarte
Te hace daño.
Susana,
¡Cuánto me excitaba
El desnudarme
Para excitarte!
Por eso odio a mi padre,
Por arrancarme de ti;
Y no se lo digas a nadie,
Susana, para gozar de tus caricias
Lo tengo que matar.
Rodrigo.”

¡Órale! No se esperaba esto Juan. ¿Qué era esto? ¿Qué significaban éstas palabras? Este tipo, ¿enamorado de su propia madre? ¿Qué era este afán enfermizo, el odiar a su padre queriendo matarlo, ésta ansia torcida por regresar al tálamo materno, poseído por éste espíritu edípico? ¿En qué se estaba metiendo? Volteó la hoja, y sobre ella estaba escrito esto.

“…sangre, cuando tu cuerpo
Aprieta al mío,
Tus sonetos excitan mis oídos
Y tu cueva es tan ardiente,
Que estar dentro de ella es amarte.
¡Padre! ¡Maldito seas!
Por que antes que yo,
Estuviste adentro de ella…”

Dejó la hoja a un lado, y sin saber qué pensar, y sintiéndose observado, decidió frenar su galopante curiosidad, y acomodó todo como lo había encontrado, pero antes, de último momento y por un impulso que él mismo consideró descabellado, tomó una foto de ella, la foto más explícita y obscena, en donde ella se estaba abriendo los labios vaginales mostrando su tesoro interior y la metió a toda prisa en la bolsa trasera de su pantalón; fue meticuloso, incluso puso la llave en el sitio exacto donde la tomó, y, recordando las fotos de Susana, -ya no tenía dudas de que ése era el nombre de su anfitriona- lo volvió a enervar. Seguía sintiendo la extraña presión de sentirse observado, pero como que ahora eso no lo inhibía, sino que era un factor que lo excitaba más, así que desnudo como estaba, comenzó, locamente, a bailar, y su baile era inelegante, pero sincero. Sacó el vientre, mostrando su dura erección, los músculos jóvenes de su espalda en pleno ensanchamiento, la curvatura de sus nalgas paradas, y deseó que su anfitriona estuviese ahí, en ése instante, para admirar su fisonomía de macho joven, en sensual evolución.
Tomó su miembro, y mostrándolo orgulloso, lo agitó de arriba abajo con furia, creyéndose en medio de las piernas de ella, moviendo su joven cadera hacia adelante y hacia atrás penetrándola de aire, deseando que su mano fuese la vulva de Susana, y se vino por segunda vez, abundantemente, apoyado en su joven condición.
Se sintió algo pegajoso, y entonces descubrió que la pieza tenía sanitario, como puesto ahí ex profeso para él. Corrió a lavarse, la cara, las axilas, la entrepierna y ahora si, sintiendo que ya se había tardado mucho en salir, se apuró a vestirse, poniéndose la suave caricia del satín negro sobre su cadera, y la camisa que parecía blusa, los pantalones con tirantes, los calcetines que se le caían y los zapatos tintanescos, y como no supo qué hacer con las ligas, se las puso en la muñeca, como estaba de moda entonces.
Ya vestido, se apuró a salir, y en la puerta se encontró con su anfitriona, que lo miró de una forma tal, que hizo que se sonrojara de nuevo, sintiéndose extrañamente cálido. Ella le silbó:
-Qué guapo…
Y se acercó a Juan, para arreglarle la camisa, acomodarle los tirantes, y al descubrir las ligas en las muñecas, no pudo menos que sonreír con un ademán de ternura.
-Estas aquí no van, Juan. Estas se usan para detener los calcetines. Son, haz de cuenta que son para nosotras como los ligueros que estoy usando ahorita… mira…
Entonces Susana se levantó rápidamente la falda, lo suficiente para que Juan viera su blanca piel contrastada por una media de red negra que la falda larga ocultaba, y sujeta por la línea más sensual que él no pudo imaginar. Sólo fue un momento, pero suficiente para hacer que su joven virilidad volviese a erguirse, a notarse a través del pantalón, al que ella se acercó, con el pretexto de ponerle las ligas en su lugar.
-Mira, Juan. Te voy a enseñar cómo se usan. Pon tu pie en la silla…
Puso su rostro muy cerca de la dolorosa erección de él. Ella respiraba con la boca abierta, justo donde Juan sentía su glande palpitar, con una erección tan poderosa que le dolía, y él casi podía sentir el aliento de ella sobre su vientre, separado de sus labios rojos por tan sólo telas. La sensación fue embriagadora, y Juan sintió que reventaba del deseo, y que luchaba contra un gigante que era su cuerpo que ansiaba abrirse la bragueta, tomar con las manos la sedosa cabellera castaña e introducirse en ésa hermosa boca. El esfuerzo por contenerse era tal, que tuvo que cerrar los ojos, pero no pudo evitar abrir su propia boca, obligado por nunca supo qué extrañas fuerzas, a respirar por ella.
-Ay, Juan. ¿Tienes sueño? Vente, vamos a comer, y si te apetece, luego vamos a dormir una siestecilla.
La comida transcurrió en medio de un silencio pesado, incómodo para Juan, que se sentía un poco fuera de su elemento. Ahora comprendía lo que debían de sentir los peces que los han sacado del agua. Afuera seguía lloviendo a cántaros, y su vista se paseaba por todo el enorme comedor decorado con mosaicos de talavera, jarrones y platos. Al fondo alcanzaba a ver la cocina, en donde una estufa Lorena alguna vez calentó los estómagos de quienes habitaron ahí. Ella comenzó a platicarle de cosas triviales, y escasas. Juan estaba tenso. No podía apartar de su mente las fotos de su anfitriona, la cual comenzó a recoger los platos. Todo era muy extraño. Ni un sirviente, ni siquiera un perro en ésa casa enorme que parecía museo. Ella le sonrío nuevamente, y ésa sonrisa tenía la magia suficiente como para romper sus reticencias y su innata desconfianza.
-Ven, Juan. Vamos a dormir una pequeña siesta, te ves cansado, y ya después te dejo en tu casa, ya ves que ésta lluvia no tiene para cuando quitarse.
Llegaron hasta el corredor que Juan ya conocía, pero en vez de entrar en la habitación donde se había cambiado, ella abrió la puerta de otra recámara más amplia, con una enorme cama en su centro, y enfrente de ella, un tocador ostentaba una luna ovalada que medía casi la longitud de la pared y que reflejaba toda la cama. Juan se sintió un poco intimidado, se quedó en la puerta, indeciso de entrar o no, hasta que ella lo jaló, amablemente, y lo hizo sentarse en la cama.
-Oye Juan…
-Mande usted…
-¿Tienes novia?
-No.
-¿Por qué?
“¿Por qué?” Nunca lo había pensado. Alguna vez había cantado sus intenciones románticas a una chica que iba a la secundaria dieciocho, pero ella le dijo que lo prefería de amigo. Y nunca fue nada de ella. Ni novio, ni siquiera el amigo que ella propuso. La experiencia le había dolido mucho, y se sintió decepcionado, tanto de las mujeres y de él mismo, así que no lo había vuelto a intentar.
-No lo sé…
-Eres muy guapo. ¿Te puedo decir algo? Espero que no me lo tomes a mal, ¿puedes guardarme el secreto?
-Si. Como usted mande…
-Me gustas mucho. Te deseo…
Entonces ella, al decir esto, se acercó a Juan, y comenzó a tocarlo, a acariciar su mejilla, su hombro, su brazo y su pierna.
-…eres muy, pero muy guapo, no entiendo cómo es posible que no tengas novia. Estas niñas de hoy en día sólo quieren ser bonitas ellas, y están tan embebidas en su ego, que no son capaces de ver al maravilloso y hermoso hombre que está aquí, no son capaces de ver tu alma limpia que se perturba y se maravilla con casi todas las cosas… Eres, Juan, un tesoro; el alma virgen de un hombre es un tesoro que quizá ninguna de nosotras tenga derecho a tomar. Eres más valioso que el himen de mil doncellas vírgenes, Juan. Ojalá pudieras verte en el espejo como yo te estoy viendo ahora… Ojalá pudiese ofrecerte una virginidad semejante a la tuya, pero sólo tengo lo que ves, y si quieres, lo puedes tomar…
Juan sintió que los vellos de la nuca se le erizaban, y que su pene volvía a crecer de ésa forma dolorosa. Sintió mucho ardor en sus mejillas, y escondía la cara de la vista de ella, que seguía tocándolo, ahora más audazmente, en el pecho y muy cerca de su entrepierna dolorosa. Juan no sabía ni qué hacer, y sólo pudo intentar seguir conversando.
-Señora… ¿cómo se llama usted…?
-Susana, Juan. Puedes decirme así, más íntimo, no tan frío como “señora”…
-Esteee… ¿cuántos años…?
-¿Tengo? Eres un grosero. Es de mala educación preguntarle eso a una mujer. ¿Quieres escuchar música?
-Si… Discúlpeme, por favor…
-Tengo treinta y siete años, ¿crees que los aparento?
Ella se levantó de la cama, y, como una especie de leona, dio la vuelta rodeándola, y Juan se sentía presa, viendo ése caminar rítmico, el movimiento de las caderas incitándolo al agacharse y abrir una puerta en donde apareció un tornamesa, la sensual postura al estar en cuclillas buscando la música adecuada para dar su ataque, la extraña contradicción del cuerpo menudo, la cintura estrecha y el vastísimo terreno que eran sus caderas, como una fruta, carnosa, redonda, dos gajos imposibles de abarcar con sólo las manos, apetitosos, abriéndose para ofrecer su néctar maduro.
-No, señora… Perdón… Susana. No los aparenta, se ve mas joven…
-Ay. Desde pequeños, los hombres han de ser mentirosos. ¿Qué se le va a hacer?
-Esteee… No estoy mintiendo… ¿Tiene usted marido, si no es indiscreción…?
Susana sacó un disco de acetato, y mientras lo sacaba de su caja, volteó a mirar a Juan, como una leona. La misma mirada que le dio al abrirle la puerta. Sus ojos grises, fijos en él, mirada que ataba y Juan creyó que su pene rompía el pantalón.
-No, Juan, y créeme, me gusta mucho ésa forma directa en que dices las cosas. ¿Te gustaría que fuera tu esposa, aunque fuese sólo por éste día?
-¿Mi… mi esposa?
-Claro, amor. Y has de saber que un marido debe cumplir con sus obligaciones para con su esposa…
-¿obligaciones…?
-Si, mi vida… Estoy muy caliente… Quiero que me hagas tuya, como tú quieras… ¿No te gusto? ¿Quieres que me desnude para ti?
Juan no sabía qué hacer. Las manos le sudaban mucho cuando la aguja del tornamesa le arrancó las primeras notas al disco de Nicolás Urcelay, “devuélveme mis besos”, y al cadencioso compás del bolero, Susana comenzó a desnudarse.
El cabello castaño, sedoso, cayó libre de ataduras sobre los redondos hombros que aparecieron cuando la blusa cayó, los delgados dedos de uñas largas y cuidadas lo libraron de la estola de seda, dando mágicos destellos dorados, cobrizos, flotando en el rumor del aguacero que eternidades más allá, afuera, no cesaba de golpear humedeciendo las calles; el rubor en las mejillas de él pareció cristalizarse y se sintió tenso como nunca, pero era una tensión no opresiva, sino la espera del placer al observar sin saber qué hacer con ésa piel tan blanca, qué hacer con ésas pecas difuminadas en sus senos de aureolas redondas y perfectas, los brazos sólo vestidos con aquellos vellos transparentes que le daban una corona, un aire casi santo, casi místico e irreal. Y la sonrisa de ella, hablándole al oído sin decir nada, incitándolo. Ella, moviéndose felinamente, descorrió la cremallera de la falda, y dejó que la gravedad hiciese el resto, y salió libre, dando un grácil salto que hizo que todo su cuerpo se agitara, moviendo también al aire y contagiando todo ése espacio de sensualidad en ondas que Juan no pudo ver, pero sí sentir en cada poro del cuerpo. Y ésas ondas volvían a su origen, remarcando las curvas de ella de una manera provocativa, curvas que estaban ofrecidas por la ropa interior negra, la medias, los ligueros, la pantaleta y el sostén que gritaban “tómame”, toda ella un gran pastel sentándose en la cama, sus labios rojos la cereza que ronroneaba quedamente, sensualmente:
-Vamos, excítame, anda…
Y Juan de una pieza, sin saber qué hacer; sentía el cuerpo terriblemente rígido como su pene, y su rubor contribuía a hacerlo una figura hasta indefensa, con el cerebro en blanco sintiendo los latidos que le nublaban la vista por momentos, haciéndolo parpadear rápido, haciéndose con ése pequeño movimiento más atractivo a ella, con el rubor contagiándole el rostro, el cabello mal cortado con el símbolo juvenil de la rebeldía: su gallo implacable, parado como su pene cuya erección el pantalón no disimulaba nada; respiraba Juan muy profundo, y, especialmente en sus ojos, ella notaba divertida que su ardor rebasaba todos los límites, y Susana supo también como Juan que si lo tocaba, aún con solo el aliento, él estallaría irremediablemente. Jugó Susana un poco más con él, requiriéndolo con gemidos, restregándose en ésa cama como una gatita, y él no alcanzaba a pensar en alguna forma de cómo complacerla. Se odió por ser tan torpe, por no tener más edad, más callo en éstas cosas, así como odió en ése momento, profundamente, a Verónica, la muchacha que no quiso ser novia suya, por que así, por lo menos, sabría besar. Virgen hasta los labios, quiso desvestirse, acostarse a su lado, besarla no como Dios manda, sino como Dios le diese a entender, y hacerle el amor. Cogérsela, como en todas las revistas porno que nunca faltaban en su salón, pero al verla toda curvas, ronroneándole su deseo a gemidos, comprendió el terrible engaño de la pornografía. Hasta su pene era pequeño a comparación de algunos garañones de su grupo que jugaban a masturbarse y a eyacular lo más lejos que podían, presumiendo orgullosamente la herramienta de placer que Dios les dio, pero a ella no le importaba su tamaño, ella quería más que el pene, le exigía imaginación. “Anda, excítame, anda” le pedía con autoridad algo más que sus ahora pobres fantasías, que en éste momento le parecían sólo eso, fantasías.
Necesitaba algo más real, algo que se esforzaba con todas sus fuerzas por alcanzar y que, sentía llenándose de frustración, no podía alcanzar por más que lo intentaba. Derrotado, pero ahora humilde, con ganas de seguir jugando, dijo con esfuerzo:
-No… no sé cómo…
-Hazme lo mismo que me hacías en el cuarto cuando veías mis fotos, anda, mi vida…
“Lo mismo que me hacías en el cuarto, cuando veías mis fotos…” Entonces no fue su imaginación la sensación de ser vigilado. Derrotado, Juan sólo atinó a bajar la cabeza, apenado. Ella comprendió al instante que era el momento de invitarlo a jugar, de animarlo y convertir su vergüenza en pasión, una vez acabado el macho latente y sacado el hombre.
-Eres muy bello, eres muy fuerte. Puedo ver que estás enorme. Sólo piensa en mí, en lo que te puedo dar, y trata de corresponder, por que eso es hacer el amor…
-¡a…ayúdame…!
Juan, al decir ésta palabra, no pudo evitar descorrer una lágrima que salió espontánea, como su grito; inmediatamente Susana se paró, siempre sonriéndole, se deshizo del brassier y de las pantaletas y fue a su encuentro, hasta el otro extremo de la cama enorme como el mar, y como en él, ella movía su cadera en sensuales ondulaciones ofreciéndose a él, a su vista, y él se hallaba doblado por la excitación y la vergüenza. Juan la vio venir, y se dejó abrazar, dejó que ella lo levantara y lo pusiera derecho, devolviéndole su estatura de hombre y lo besó. Tiernamente, en las mejillas, en los ojos y él los conservó abiertos, hambriento por no perder detalle del sueño que estaba viviendo, hasta que la boca de ella tocó su boca, ésa boca roja desnudó sus labios, indiscreta comenzó a abrirse paso y a explorar, y él, instintivamente, le dio la bienvenida a ésa lengua sonrosada, comenzaron a jugar juntos, y lo que hacían las bocas comenzaron a hacer los cuerpos, bailando sin música por que el disco de acetato ya se había acabado, y nadie le daría la vuelta ya. Nicolás Urcelay sólo se limitaba a sonreír cómplice desde su funda de cartón viendo a Juan tomado por las manos cálidas de Susana, guiándolo en movimientos elásticos y felinos que cruzaron el cosmos de ésa habitación, los dos aspirando el aroma del otro, conteniéndolo a suspiros, y ella recorrió con las manos de él el varonil cuerpo joven, empujó sus caderas contra las estrechas caderas de él y copularon extrañamente, bailando. No notó cuando ella se separó de él, pero siguió el camino que ella le había marcado fielmente, tocándose todo el cuerpo, luciendo orgullosamente su joven erección haciéndole el amor al aire, volando, despojándose lentamente de la ropa que hacía rato que había perdido toda función, por que la cordura había sido desterrada en honor de la libertad de la locura.
Se acercó a la cama volando desnudo y al fin supo qué hacer, paladeando también la mirada de fuego con que ella devoraba su joven anatomía; amarizó en ése mar de sábanas para dejar que ella lo devorara, pegando ésa hermosa boca en su cuello, comiéndole con la blanca mano una tetilla, apretándola, causando doloroso placer, y la otra, capturando su erección, acariciándola desde la base de los testículos hasta su rojo glande, y se dejó hacer, cuando ella, hambrienta, le separó las piernas y tomó con ésa hermosa boca su virilidad hasta que se vino como nunca creyó que pudiese hacerlo, pero ella estaba hambrienta por eternidades sin pareja, así que no lo soltó, y no lo dejó aflojar. Persiguió con furia verdadera la erección que no se escapó, y la abrazó con todo el cuerpo, penetrándolo con un dedo en su estrecho ano mientras era penetrada por ésa erección cazada, guiándola por los sitios más extraños y no perdiéndola, y Juan, sentado en el sitio privilegiado del banquete de la lujuria, tomó todo lo que quiso, comió sabiendo que la vida da muy pocas oportunidades de sentarse ahí, y se esforzó al máximo, gozando y haciendo gozar exprimiendo a su joven cuerpo de catorce años a límites que en otra edad no se pueden tener, hasta que, ardiéndole los ojos y el pene, sintiendo el cuerpo muy cansado, tuvo que decir, muy a su pesar:
-Susana… Ya no puedo, ya no puedo…
Ella soltó un estertor, y tiernamente se separó de él, que ya había perdido desde hacía rato su erección y que ella neciamente seguía buscando. Besó su glande, y besó todo su adolorido cuerpo con ternura. Solícita, llenó la tina que tenía el baño de la pieza y lo lavó, lo secó y lo volvió a vestir con sus ropas de estudiante de secundaria, con cariño. Hacía rato que ya había dejado de llover, y la obscuridad de las siete de la noche comenzaba a cubrir el cielo; las únicas palabras que dijo ella al despedirlo en la puerta las dijo suavemente, sonriéndole:
-Te espero mañana, Juan…
El, como si despertase de un sueño, observaba todo como irreal, volteando a cada paso que lo alejaba de la casa para cerciorarse que no desaparecería, y en la esquina, todavía saboreando la bella figura de ella recargada en el portón viéndolo alejarse, se dio cabal cuenta de lo que estaba viviendo, y con la emoción del descubrimiento, gritó sin importarle nada:
-¡Hasta mañana, Susana!
Para echar a correr por la calle en un último arrebato de niño.


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Fueron dos años, dos años de aprender cosas nuevas a diario, de descubrirla a ella y descubrirse a él. De entrenarse en su sexualidad, de reforzar lo aprendido, como el streap-tease que a Susana le excitaba tanto, y su ego y su masculinidad se fortalecían, haciéndolo madurar rápidamente, apartándolo más de sus compañeros de clase al no encajar con ellos, platicar sólo lo indispensable para poder utilizarlos y no sospechara nadie nada; a él no le importaba la soledad de amigos si podía compartir con ella todo, aprendiendo también a mentir buscando pretextos para llegar tarde a su casa, y así poder pasar la tarde con ella. La única infelicidad que le preocupaba eran las vacaciones de verano, por que era difícil poderla ver a diario.
Y ésas eran las últimas vacaciones de verano que tendría como estudiante de secundaria. Y de nuevo, a buscar pretextos, poner a los amigos de pantalla para su familia, y a éstos amigos, ponerles de pantalla otros amigos para poderla ver sin testigos; Susana era un tesoro que no podía ser compartido con nadie, era algo tan fantástico que nadie lo creería, y si lo comentara, no faltaría el chismoso que le dijera a alguien de su familia. Por eso aprendió a ser muy cuidadoso, como los guerrilleros, a tapar muy bien sus huellas, a preparar sus salidas por si se presentase algún imprevisto. A no dejar nada al azar.
Y disfrutaba en serio estar con ella. Su hogar, que en su primera vez le pareció erróneamente un museo, era el único lugar en donde podía estar apaciblemente, en contraste con su propio hogar, que parecía gallinero, siempre lleno de ésa extraña promiscuidad de las vecindades, todos durmiendo en una pieza, siempre con la visita molesta de las vecinas que no hacían nada más que recortar al prójimo; tuvo que soportar, como una molestia, los requiebros amorosos de dos muchachas vecinas, a las que ahora observaba mal arregladas, inexpertas e ignorantes. Nada que ver con Susana, que era hermosa, con su cuerpo de diosa de piel blanca, siempre bien arreglada, siempre vistiendo lencería fina como marco de su exuberante cuerpo. Y sabia. Era culta en extremo. Con ella, nunca tuvo que volver a ninguna biblioteca para hacer cualquier tarea, y ella explicaba las cosas muy bonito. En parte, eso fue una ventaja para Juan, que pudo hacer lo que quería en las tardes al subir sus calificaciones y comenzar a llevar dieces a su casa.
Además, ella era una artista. Pintaba y seguido le enseñaba cosas nuevas, pero no como las enseñan en las escuelas. Con ella, era divertido aprender, por que además tenía su candente recompensa al final. Ella lo trató siempre como Juan, y no de a “Juanito” como en su casa, ya que lo consideraba ofensivo. No lo disminuía ni por su edad, ni por su poca experiencia. Siempre había en los labios de Susana una palabra alentadora en los momentos difíciles, por lo que él, sólo con ella podía ser honesto. Sólo con ella pudo abrir su corazón.
Y dentro de su pequeña felicidad de dos a siete, había algo que le molestaba, y era que Susana no se abría con él como él se abría con ella. Ella era hermética en temas como su familia. Siempre que Juan trataba de indagar algo sobre el marido y el hijo de Susana, ella volteaba asumiendo un aire ausente, teatral, hacia cualquier lado y callaba, para rematar diciéndole a Juan que debería buscarse una novia. Juan sentía ésta respuesta como una bofetada, y enojado, la increpaba:
-¿Por qué? Te amo, Sana, ¿para qué quiero a una muchacha común y corriente si te tengo a ti?
-Yo sólo soy tu amante, y soy bastantes años mayor que tú. Con el tiempo, ésta piel que me dices que te gusta tanto estará llena de arrugas y manchas, y éste cabello que me dices que adoras, estará blanco de canas. Ya no podrás hacerme el amor, ya no podrás besar mis labios…
-No me entiendes… A mí no me importa que estés llena de canas y ésas cosas, por que yo también seré viejo un día… Aún muerta te amaré. Te lo prometo.
-El tiempo es muy fuerte, Juan, y si estamos juntos ahora, es por que podemos darnos algo, todavía podemos darnos placer, pero si seguimos fortaleciendo éste lazo, se convertirá en una soga de ahorcado, y nos alcanzará y nos estrangulará, ¿me entiendes?
-No quiero entenderte. Sólo sé que te amo, y es algo absoluto Sana, y así tenga que cargar contigo en silla de ruedas y te tenga que cambiar pañales, te seguiré amando…
-Es inútil discutir contigo, Juan. Eres terco, y me temo que nunca cambiarás.
-Sólo quiero que me digas por qué siempre cambias de tema cuando te pregunto por tu familia. ¿Nunca te escribe tu hijo?
-No. Se ha olvidado de mí, y yo de él…
-No entiendo, ¿por qué…?
-Te digo, Juan. Mejor vamos a cambiar de tema, por que estamos jugando al tonto y al loco y nunca vamos a acabar.
Sin embargo, ésas discusiones nunca lograron enfriar su alegría cuando iba a verla, y ése día en particular, el primero de sus últimas vacaciones de verano de secundaria, iba dispuesto a pasarla bien con ella, sin importarle nada. Se dijo a sí mismo que en realidad eran niñerías y que si ella no quería tocar el tema, era quizá por la forma en que había roto con su marido y que quizá, éste le había quitado legalmente al niño… Niño, ahora debía tener veinte años, veintidós años. El niño de Susana, mayor que él. Sacudió la cabeza para apartar ésos pensamientos y se encaminó alegre al metro, se bajó en Insurgentes y caminó para llegar a casa de ella.
Ah, cómo necesitaba él la paz de ella. Comieron, posó para ella denudo, hicieron el amor varias veces, era insaciable, y se quedaron dormidos, abrazados.
Ese día, Juan durmió pesadamente, despertando como a las seis maldiciéndose por haber desperdiciado tantas horas del día y se paró buscando a Susana, pero en eso alcanzó a escuchar las voces alteradas que venían de la sala. Intrigado, se puso una bata que ella le había regalado sobre su desnudo cuerpo y salió con sigilo cuidando su secreto, pero curioso.
-¿…en tan poco tiempo me olvidaste?
-Cállate, que vas a despertarlo. ¿Quién te crees que eres? Ni mi marido me celaba tanto, y como ésta es mi casa y en ella mando yo, te ordeno que te calles y dejes de decir necedades…
-¿Mando? Yo también tengo derecho, y exijo saber con quién estabas durmiendo, quién es ése a quien estabas pintando y con quien te acuestas como una ramera.
-Respétame. No te voy a decir, ¿ya?
-¿Pues quién te crees…?
-Lo que soy, y que no debes olvidar.
-No pensabas eso cuando a escondidas de mi padre me desnudabas y hacíamos el amor…
-¡Rodrigo!
-…y nos jurábamos amor eterno, Susana…
Al escuchar eso, Susana recobró su calma, y con voz pausada, lentamente, alargando las palabras, levantó su brazo e indicando la salida dijo:
-Basta de tus necedades. Fuiste tú el que echó todo a perder entre nosotros con tus celos estúpidos e indiscreciones. Lárgate. Ya no tienes derechos en ésta casa.
-Soy tu hijo, y legalmente, tengo derechos sobre ésta casa así como a sus pertenencias.
-Hasta que me muera. ¿Y quién te va a apoyar? ¿Tu padre? ¿Ese que te mandó a un internado en los Estados Unidos por que no pudo soportar la idea de lo que pasó entre nosotros? ¿Ese que se droga a diario y que ya no sabe nada, senil como está?
-Mi padre era por lo menos una persona responsable y moral hasta que lo destruiste…
-Lo destruimos, querido. No te olvides que fue por tus indiscreciones que se enteró de todo.
-Aún así. Yo era menor de edad, así que la culpa es toda tuya…
-Vaya. A ésa edad querías que te tratara como un hombre, y ahora me sales con eso. Qué bien aprendiste de tu padre a escurrir las responsabilidades.
-Si. Y si quieres pelea, la tendrás, madre, ya no soy el niño al que sedujiste. Afortunadamente mi padre tomó cartas en el asunto y me rescató de tu mala pasión, y quizá sea cierto que él nunca pudo superar esto, también es cierto que te hundió en la soledad y la desesperación. Si no, ¿quién es el fulano que calma eso? ¿Con quién te estás acostando, asaltacunas? ¿Cómo se llama el tipejo? ¿O mejor dicho, el chamaco, Susana?
-Si tanto te interesa, se llama Juan, y siendo tan joven es mucho más hombre que tú. Es mejor amante que tú.
Rodrigo, visiblemente irritado por las palabras que acababa de escuchar, se encaminó a la escalinata, en lo que Susana corría para cerrarle el paso.
-¡Quítate de en medio! ¡Ahora mismo voy a conocerlo…!
-Está dormido, y tú menos que nadie tiene derecho a molestarlo. Lo que ocurrió entre nosotros terminó, ése error quedó atrás, no me obligues a echarte a la fuerza…
-¿Y a quién vas a llamar? ¿A la policía, pederasta? ¿A tu amante? ¡Juan! ¡Sal! ¡Da la cara como hombre!
-¡Cállate! ¡Te comportas como un niño berrinchudo!
Juan permanecía callado. Temblaba de miedo, ya que el hijo de Susana se observaba grande y fuerte, sus cabellos güeros, revueltos, parecían cuernos de toro dispuesto a embestir con sus espaldas anchas, la cara congestionada, roja de coraje, y ésa visión provocaba miedo en el espíritu tranquilo y solitario por naturaleza de Juan, que se escondía tras una maceta grande, pero con tan mala suerte que no pudo evitar a tiempo que Rodrigo lo descubriese.
-¡Ya te vi, hijo de la chingada! ¡Baja de una puta vez, o subo a partirte la madre…!
-¡Basta Rodrigo! ¡Si quieres algo con él, pasarás sobre mí! ¡Te desconozco como hijo! ¡Ya no eres nada, y lárgate de una buena vez de mi casa!
-¡¿La escuchaste, cabrón?! ¡Te prefiere! ¡Pinche chaparro prieto! ¿¡Será que tienes la verga más grande que la mía?! ¡¿Será que eres más hombre que yo?! ¡Baja de una puta vez, y demuéstrame que eres más hombre que yo! ¡Demuéstrame, si eres hombre, por qué te prefiere!
-¡Rodrigo!
Susana tomó fuertemente el brazo de su hijo, pero él volteó rápidamente con la ira explotándole en los ojos, y descargó una bofetada, luego otra hasta que derrumbó a su madre, mientras la llamaba “puta”, “eres una pinche puta”. Juan también se enojó. Susana era su tesoro, había llegado a necesitarla como jamás creyó necesitar a nadie, y la agresión lo sacó de quicio. Apretó los puños, bajó las escaleras corriendo mientras buscaba con los ojos cualquier objeto que igualase su fuerza con la de su oponente, que correctamente juzgó formidable, y lo primero que halló fue un enorme florero que tomó a la carrera y brincando los últimos escalones, lo estrelló en la espalda de Rodrigo con todas sus fuerzas, rompiéndolo en mil pedazos, haciéndolo trastabillar para conservar el equilibrio. Juan logró que se derrumbara sobre sus rodillas aquel Goliat, pero éste inmediatamente se rehízo, ante los ojos de Juan, que pese a su coraje no pudo evitar que aquella mano capaz de abarcar toda su cara como a un melón, se estrellase en su estómago mientras decía “hasta que bajaste, pinche maricón”. Sin aire, su vista se volvía negra y en su embotada cabeza sólo podía escuchar:
-¡Te voy a matar, hijo de tu pinche madre…!
Y sintió como su cuerpo era literalmente molido a punta de golpes y puntapiés, y a medias pudo notar cómo Susana se levantaba y trataba en vano de que él dejase de golpearlo. A media vista, ya que sus ojos comenzaban a cerrarse por la hinchazón, vio como el gigante se volvía amenazador contra Susana, lanzaba sus manazas contra su esbelto cuello y apretaba inmisericorde. Susana ponía los ojos en blanco, mientras que, con desesperación, arañaba la cara de su hijo. “Susana” “¡Susana!” pensaba Juan angustiosamente, mientras sacaba fuerzas de flaqueza, se ponía en pié, y tomaba, como en sueños, una pesada estatuilla de bronce, y se dirigió a Rodrigo, con la intención de clavársela en la cabeza, notando angustiado cómo Susana dejaba de pelear, y sus bellos brazos caían flojos a su costado. Levantó la estatuilla, pero apenas pudo darse cuenta, embebido en su angustia de perderla, del rostro de Rodrigo; iracundo, como un demonio tomaba su mano, y le pateaba los testículos, y pese al abrumador dolor que lo hizo caer de hinojos, Juan no soltó la estatuilla. Rodrigo hizo palanca con su rodilla contra el brazo de Juan, quebrándoselo. Gritó, como no había gritado hasta entonces, viendo el rostro desfigurado a arañazos y odio de Rodrigo, que levantaba la estatuilla, y como en un flash-back, en cuya intuición la luz se coagulaba de lo lento que corría, el tiempo parecía detenerse. Las sombras daban sonidos amorfos, extraños resplandores que se desprendían del movimiento del bronce que intuyó a escasos centímetros de sus ojos desorbitados por el repentino girar de la luz, en tonos pasteles que eran absurdos e irregulares, extraño caleidoscopio que recobraba en un instante su velocidad, imposible de esquivar. Juan sintió cómo su frente se hundía, cómo su visión se desdoblaba en varias direcciones al mismo tiempo, dándole una imagen que ya era imposible de entender. Vio la escalinata y el cuerpo inerte de Susana, y su cerebro le insistía que era imposible por la distancia, por los ángulos distintos, mientras le llegaba a su oído el ruido de su cráneo al quebrarse, como una tabla, y que algo se movía desde dentro. Y en el segundo previo a la pérdida, la disputa de su alma contra la muerte, observó a Rodrigo, hincado junto a Susana, jalarse los cabellos con desesperación, para salir corriendo.
Qué extraño sueño el del coma. Qué final tan triste para ésta historia de amor. Salir hasta en las noticias, ocupar la primera plana de la nota roja, “madre pederasta asesinada junto a su pequeño amante por su propio hijo de sus entrañas” “El asesino fue encontrado en un hotel de mala muerte colgado del tubo del agua”. Y una esquela mortuoria pagada por la señora de la limpieza, doña Martha, la que iba una vez a la semana y quien los encontró. “A Doña Susana Escalante. Descanse en paz.” Juan no murió, aunque sí para su familia. Se estrelló en la dura realidad, y la cuadratura de la sociedad lo tragaba como hoy, al dar de bruces, por la fuerza de los recuerdos que lo jalaba inexorablemente hacia abajo como la gravedad, contra el mosaico del hospital.
Tuvo la desagradable sensación de estar siempre dando contra el piso, siempre despertando en medio del olor aséptico del cloro y rodeado de blanco. No pudo evitar soltar un sordo quejido, cuando notó en su espalda una mirada. Volteó para descubrir que su corazonada era cierta: la enfermera demoníaca recortaba su figura a contraluz en el marco de la puerta entreabierta, y burlona llegaba hasta él volteando a todos lados, para cerciorarse que no hubiese nadie. Al comprobarlo, le dijo:
-Vaya vaya, con que te has caído de la cama, ¿eh, travieso?
Y se alzó la falda para dejarle ver que no llevaba pantaleta, abriéndose con los dedos índice y medio su sexo húmedo y abultado, y lo puso en el rostro de él, jalándolo de los cabellos para que no voltease el rostro. Cerró los ojos. Escuchaba como en un trance la voz que odiaba:
-Anda, pequeño puto, agasájate, no te quedes con las ganas. Mete la lengua, a ver si todavía se te antoja…
Fue como una bofetada para él. Un punzón que se le enterrara dolorosamente, tanto, que creyó tener la estatuilla en la cabeza otra vez, creyó que se le iba a partir en dos la cabeza de nuevo; el dolor se transformó en odio cerrado y ciego que subía de no sabía qué lugar maldito, rabia que le dio fuerzas a sus pies y a sus manos para apoyarse, tomar los tobillos de ella y jalar, haciéndola caer al piso. El se levantó con una ligereza que no esperaba, era como si otro estuviese llevando a cabo su venganza utilizando su cuerpo. Con ésa misma energía, empujó con velocidad la cama contra la puerta para que ésta no pudiese abrirse, apoderándose después de la escoba que la persona del aseo, ésa pequeña anciana simpática de ojos grises, había olvidado. La enfermera, burlona, sin comprender nada embebida en su poder, se abría de piernas en el piso y seguía neciamente con su juego perverso.
-Ah, ya tienes fuerzas… Bravo, papacito puto. ¿Qué piensas hacerme con ésa escoba? Vas a cogerme con ella…?
El sonrió sardónicamente. Le había leído el pensamiento. Airado, extrañamente lúcido, con ésa claridad obtusa de mente que da el coraje y el odio acumulados, se acercó a ella, escoba en mano, y ella vio su mirada, y entonces comprendió que el juego había terminado. Trató de levantarse rápidamente, pero él ya le había ganado el movimiento. Con la misma escoba golpeó con fuerza el estómago de la enfermera sacándole el aire, cayendo doblada en la cama que obstruía la única salida; desesperada por jalar aire y poder gritar, abría la boca como un pez que es sacado fuera del agua, y ahora él la tomaba con fuerza, la empinaba contra la piecera de la cama, y atoraba una pierna de ella contra la pared y la esquina de la cama, y abría la otra pierna en compás con el peso de su cuerpo, y al mismo tiempo, apoyaba la punta de la escoba contra el recto de ella, y comenzó a empujar con toda su fuerza, mientras decía con su media voz, lastimada, gutural, reptando desde lo más profundo de su odio:
-…tanto te gusta, tenlo todo, perra lujuriosa…
Y a ésas horas todo estaba tan tranquilo en el hospital. El mismo médico de guardia, las mismas enfermeras, recorriendo como siempre el mismo eterno corredor blanco, aséptico y desgastado por los años de servicio sin ninguna remodelación; la beneficencia nunca puede darse el lujo de remozar nada, salvo que algún alma caritativa done algo para pintura. Algún alma caritativa. Todo ése lugar estaba lleno de ellas, almas cuidando almas, ángeles que corrieron presurosos ante el desgarrador grito que brincaba como gato dando saltos en las paredes de ése corredor, rompiendo la tranquila, aséptica atmósfera olorosa a creolina barata y a piel cicatrizando, a piel quemada por el calor de las escayolas, y en un segundo todo era zapatos blancos corriendo hasta la habitación de donde salían ésos gritos horripilantes, y percatarse de que no se podía abrir. Empujaron los ángeles con fuerza y lograron descorrer la cama que les obstruía el paso, y el ambiente era obscuro. Las lámparas fluorescentes no se encendían misteriosamente y con sólo el reflejo de la luz de la calle pudieron notar a una grotesca figura aún empujando un objeto delgado sobre un cuerpo doblado y que aullaba literalmente de dolor, retorciendo la parte superior del cuerpo como si estuviese separado de su otra mitad.
A contraluz, la silueta sonreía y era ésa sonrisa un reflejo del atroz y helado infierno que el odio laberíntico dejaba su huella en cada pliegue de ésa boca desdentada a fuerza de golpes; una inexplicable mezcla de dolor, y odio, y malsana alegría. Los ángeles camilleros que abrieron la puerta se aprestaron a su labor, y con rapidez le hicieron soltar a su presa con un hábil candado al cuello y un cuatro al brazo que venció cualquier resistencia que el moustruo pudiese oponer, y el moustruo de pronto se percató de su situación, y el humano que estaba dentro de ésa masa demente sintió miedo cuando el médico viejito de guardia, ese simpático señor de quien nunca pudo aprenderse su nombre, mostró la aguja y la introdujo en el brazo extendido a la fuerza, y el líquido reptando dentro de sus venas, adormeciéndolo, haciendo que perdiese toda su fuerza y llegaba hasta su cerebro, dominando su voluntad, y en ése brevísimo lapso de cordura, el hombre metido dentro del moustruo sintió cómo su alma se escurría como si fuese un líquido blando, viscoso, que se mezclaba con su saliva, y se escapaba de él hacia la boca voraz de una atarjea que era la inconsciencia de todos, y reclamaba su conciencia también.
El único recuerdo que se llevaba a la coladera, martilleaba con insistencia dolorosa como si fuese el lóbrego ulular de una sirena, era un recuerdo casi ajeno; lo veía extrañado como si fuese una foto que alguien le mostrase, una foto en tonos grises de una anciana que era al mismo tiempo la anciana de la limpieza, y la de su recién llevada compañera de cuarto, y en ése breve lapso ya no podía decir quién era quién, quién era real y cual no. La anciana le sonreía fogosamente, mostrándole su boca desdentada, y era una sonrisa encabronadamente parecida a la de… Imposible. Sin embargo, sus ojos eran una llamarada de deseo, lluvia ardiente de blanco y gris, y con los ojos le susurraba, mezclándose ésa extraña voz con los quejidos de la enfermera, se hacía uno con los pujidos de los enfermeros que contenían su rabiosa, monstruosa humanidad con un dique de brazos asfixiantes. Era una voz suave, modulada que se dejaba oír mezclada y a la vez siendo única, distinguiéndose perfectamente de la cacofonía que giraba como un torbellino alrededor de sus oídos pero que entraba por sus ojos:
-Juan. Escúchame bien, mi amor. Sólo el viento nos puede salvar; recuerda muy bien esto. Sólo el viento…
Y nuevamente el dolor que le embotaba la memoria. El sedante, ahora en una dosis mucho más fuerte, comenzó a atacarle sus bases de existencia: ¿Kuién joy? ¿Hadonde boy? Las derribaba: Joy dhe Suisania, Boy achia Zuizzanniaaa… Perrteñezhko ah! Szhussañaaa… Hejtoi hecchyo parra Zsucamiaaa… Eckcho dhe Suzanitya… Suksania… Susa… Susi… Su ¿si?... S…Uzi…Ssssusssannnaahh… Las borraba, como si fuera un ventarrón que levanta los papeles del suelo y los acomoda a su entero capricho, y cada recuerdo pierde su individualidad, eso que lo hizo especial. Todos, ahora, están hechos como uno solo: Susana. Susana, cuyo viento teñía sus pupilas, y ésas imágenes dentro de ellas de un color gris azuloso que desembocaban hacia el negro más intenso; Encontró ahí, recortándose, su silueta en alto contraste y lo cuestionó. Penetrando por el túnel-corredor en donde lo absurdo es posible, el piso huía de él, serpenteando en todas las direcciones, creció en una escalera que bajará inexorablemente hacia un negro aún más profundo en donde el miedo vistió con sus ropas, su misma piel y se llamaría Juan. Tú no eres Juan. Yo soy Juan. Poseyó su sombra, y caminó como él; hizo brillar sus ojos grises en el marco de la puerta sin que hubiese en eso que era él, rastro de él. Llegó hasta él, le susurró al oído entre risillas nerviosas, burlonas: “sólo el viento nos puede salvar, sólo el viento…” Y se irguió, levantó ésa maldita presencia que tenía en sus manos el poder de las lágrimas, y con ellas hizo una estatuilla que le clavó en la cabeza, pintando en medio de gorgojeantes risas siluetas, mujeres de ojos grises y piel blanca en serpenteantes rojos que fundieron su cuerpo, su ser verdadero, con el cuerpo de la noche.
Y no pudo despertar bien, salvo a momentos en que los fármacos lo dejaban. Apandado. Solo en medio de él mismo, su cuerpo como cárcel, su cuerpo de luz apagada, paredes blandas. Esos pequeños recuerdos ahora mezclados, matizados como todos los colores que al unirse hacen gris, por una apestosa coladera asomaban su cabecita, le sonreían queriendo recobrar ellos también su individualidad, y al ver lo mal que estaba, se echaban a llorar juntos, abrazándolo con sus manecitas amoratadas como si fuesen niños maltratados. Tiernos los pobres, como niños, jugando a hacer compañía, jugando a ser malos, jugando a la bondad, simplemente jugando con él, por que le pertenecían, y le estaban agradecidos por que gracias a su voluntad, podían asomar la cabeza del inmundo estómago del olvido. Y un instante, eternidad después, notó algo nuevo: un grillo comenzó a cantar y entonces empezó a darse cuenta del día y de la noche. Los recuerdos comenzaron a ganar color, a crecer, y jugaban todas las noches con el grillo cantor a la nostalgia que en el día, entraba por la pequeña mirilla un diminuto rato por las tardes. Entonces los recuerdos le dieron la fuerza, y el grillo le enseño de nuevo a hablar, y como un recién nacido, dijo sus nuevas, segundas palabras:
-Susana… Amor mío, quiero verte otra vez…
Y un día, los cerrojos se abrieron, entraron tres sujetos que le desnudaron, le bañaron a cubetazos, raparon su cabeza y afeitaron su larga barba, vegetal, más árbol que hombre y lo vistieron de blanco; le golpearon el cuerpo, le humillaron el alma a insultos y lo arrojaron dentro de una camioneta que partió con rumbo desconocido.


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La luz del sol surgió perezosa a través de la abierta puerta, dándole como una bendición en la cara. Atontado se paró y se dirigió a la puerta, saboreando la enorme cantidad de luz, sorbiéndola poco a poco a través de sus ojos pequeños, entrecerrados, y dando pasos inciertos a lo que ahora sentía como una gigantesca libertad: la amplitud de una puerta abierta.
Y afuera, otro regalo: muchas gentes con batas blancas como él. No le importó que estuviesen como en trance, se sintió feliz y trató de brincar, de gritar, pero no pudo hacerlo debido a la debilidad que sentía. Un enfermero de mala catadura le aferró el brazo con fuerza, y él, extrañado primero, ya luego aparentando simpatía hacia él, le preguntó:
-Ay. Disculpe, jefe, es que no sé en dónde estoy…
-Pues dónde has de estar. En la “Casa de la Risa”, ven ‘pa ‘ca…
Y lo llevó hasta un consultorio donde un médico, por saludo, le empezó a hacer múltiples preguntas, se le quedaba viendo escrutadoramente y apuntaba a lapsos todo lo que respondía en un folder que rezaba a su costado, con letras de plumón, “historia clínica” seguido de lo único que pudo reconocer: su nombre. Juan. Y los apellidos que ya no le decían nada desde que su familia le abandonó. Después, el doctor le hizo pruebas de reflejos, dilatación de pupilas para terminar haciéndola de policía.
-¿Y ya se siente bien? Le retiré la droga que le estaban dando en el otro sitio y se la cambiaré por diazepam. Unos días, a ver cómo evoluciona. Dígame cuánto es 11x2.
-22.
-Bien… En qué país se halla.
-México.
-Dígame qué día es hoy.
-No sé.
Bien. Está lúcido y con buenos reflejos. Verá, se halla en el Hospital de la Buena Voluntad de Silberia. Esta, como puede ver, es una institución de beneficencia, y recibimos casos como el suyo, en donde podemos atender casos de demencia no crónica. Vamos a estudiarlo en las semanas que siguen y veremos qué podemos hacer para sanarlo…
-Espere… ¿estoy en un manicomio?
-No diría eso exactamente. Somos una institución mental de beneficencia…
-¿Pero por qué…?
-¿No recuerda por qué está aquí? Claro, claro. Lo catalogaron como agresivo en extremo y lo mantuvieron drogado todo éste tiempo… Es obvio que no sepa nada, pero el platicar así ya es una ventaja… Verá, usted atacó a una enfermera del Hospital… déjeme ver el archivo… si… aquí está. La enfermera Marisela López que lo cuidaba en el Hospital Central de México, donde se curaba de varias fracturas y laceraciones… Lo clasificaron de… ¡Vaya! Usted es especial… Esquizofrénico sexual muy agresivo, para que me entienda. Le clavó una escoba por el recto. ¿Por qué la atacó? No se calle, es necesario que lo sepa para ver su diagnóstico. Nosotros no creemos que usted sea eso, por lo que observé en su celda de aislamiento. Vamos, dígamelo…
-¿Es… es necesario, doctor?
-Claro que sí. Tenga en cuenta de que lo que me diga puede derivar en quedarse aquí, volver a la institución en donde lo tenían antes drogado hasta las manitas, o ir a la cárcel, si usted está cuerdo. Todo lo que me diga lo verá el juez que se encarga de su caso.
-Bueno… Es difícil para mí… Pero, en justicia… Verá, ella se burlaba de que yo… estuviera… castrado. Y se aprovechaba de que en los meses que pasé en rehabilitación tenía la mitad del cuerpo con tornillos y yesos, impidiéndome casi cualquier movimiento…
-Pero podía hablar, ¿no?
-No, doctor. ¿Oye usted cómo estoy ronco? Casi pierdo una cuerda vocal, si mal no recuerdo. Entonces no podía hablar, y ella se… se masturbaba delante de mí…
-Ajá. Y sólo por eso la atacó.
-Caray, poniéndolo así… Pero no sólo se masturbaba, se burlaba de mi condición… Me llamaba, con perdón de usted, “puto”…
-A mí me han dicho más feo, y no por eso voy y meto cosas en el trasero de la gente…
-Entiéndame, por favor… A mí me dolía mucho que se burlara… Usted tiene que entender, es usted hombre también, póngase por un momento en mi lugar… Fueron meses de soportar eso a diario…
-Pues fíjese que ella dice que fue nada más a tomarle la temperatura, y fue cuando se dio cuenta de que se había caído de la cama y corrió a auxiliarlo, y que entonces usted, convertido en un energúmeno, la atacó.
-¡Mentira! Fueron meses de acoso. Y cuando me caí, ella llegó y me dijo que si no quería meter la lengua dentro de su vagina, a ver si todavía se me antojaba. Tengo un testigo. Si usted me hace el favor de ir al hospital y preguntar por la señora que estaba encamada en el mismo cuarto que yo, ella le podrá decir todo, ya que estaba ahí en ése preciso momento.
El médico, al escuchar esto, levantó una ceja y comenzó a anotar en el expediente, para luego recogerse en su sillón con aire grave, cruzando las manos sobre su voluminoso abdomen, mientras lo miraba distorsionadamente a través de los lentes de pasta gruesos.
-¿Sabe el nombre de la mujer?
-No. Pero le puedo decir que era una señora como de setenta años, arrugadita, y como seña particular, tenía los ojos grises, como de lobo. Dice que hay un caso abierto, ¿no? Entonces la policía ha de saber quién es ella. Vamos, una viejecita de ojos grises, de voz muy suave…
-¿Y qué más?
-¿Cómo “qué más”? No sé su estatura, me imagino que bajita, estaba desdentada, con tantas arrugas como una pasa, pelo blanco… Una ancianita…
-Muy bien, pero, ¿sabe su nombre?
-No. ¿Por qué habría de saberlo?
-No se exalte. La regla aquí, es estar calmado, váyalo sabiendo. Y es normal que usted supiese su nombre, eran compañeros de habitación. ¿Platicó con ella?
-Doctor, por favor, ¿para qué tantas preguntas? Más parece usted judicial que médico con tanto interrogatorio…
-Quizá, pero es por su bien. Conteste, por favor.
-No. En realidad, no tuve tiempo…
-¿Cómo es que sabe si tenía o no la voz suave?
-Pues por que me dijo algo cuando me sacaban del hospital…
El médico abrió los ojos, se paseó la pluma entre los dedos gordos como si fuesen hechos de masa para tortillas, como si su mano fuese una gordita de chicharrón prensado con dedos de material… taquiforme. Con ésos mismos dedos espantosos que parecía que cada vez que escribía escurría una asquerosa salsa negra sobre el papel, sacó una cajetilla de cigarros, y le ofreció uno. Ay, si Susana lo viese, si Susana estuviera aquí, los dos, seguro, se reirían de él. Juan lo rechazó, y el médico hecho de masa calló unos momentos, fumando, desesperando a Juan.
-Doctor.
-Dígame, mi amigo.
-¿En qué está pensando?
-¿Quisiera saber algo acerca de la anciana que dice que vió?
-Sí, sí, por favor… ¿Quién es?
-No existe.
-¿Perdone…?
-Eso mismo que escuchó. En realidad no existe. Pienso que se trata de una figura materna que se le figuró ver en uno de los momentos más difíciles de su vida. Ahora, lo importante, ¿la ha visto en otras ocasiones?
-Espéreme doctor, usted se arranca muy rápido, como si fuese una combi. Es que no entendí muy bien eso último. ¿Me dice que estoy viendo visiones? ¿Qué estoy loco?
-Mire, mi amigo. Queremos determinar su salud mental, y para ésto es necesario que entienda algo: usted puede estar perturbado, sin estar necesariamente loco. Esa es una palabra muy fea, no la usamos.
-¡Al cuerno, doctor! ¡Vaya a apantallar a otro más tonto que yo con su jerga pseudo científica! He leído a Freud, ¿sabe? Con ella leí los mejores libros de mi vida… No soy un ignaro. Usted cree que la vi por que necesitaba en ése momento un apoyo emocional, ¿no es cierto?
-Exactamente.
-¡Ella es real! ¡Existe! Escuché su voz, y decía algo que no entiendo… Ella dijo que “sólo el viento puede salvarnos…”
-Supongamos que ocurrió. Entonces, ¿puede explicarme cómo la escuchó, en medio del pandemónium que hicieron para atraparle?
-La escuché… Y en realidad no puedo explicar cómo fue que la escuché. Había mucho ruido, había voces que eran odio, y la droga que me inyectó el médico viejito que nunca pude aprenderme su nombre… La loca gritaba, y yo empujaba mi coraje dentro de ella… Me sujetaron… Un momento. Ya sé cómo es que ella sí existe. Ya le caché su juego, doctor… Mire, antes que todo pasara, yo pude por fin levantarme, y lo primero que hice, fue ir hacia la ventana, y la lluvia me trajo buenos recuerdos, y fue cuando la vi, sentadita en la cama de al lado, y ella me aplaudió entonces, sonriéndome. Y no estaba angustiado, me sentía feliz de recordar ésos buenos tiempos, y todavía no sabía que iba a hacer lo que hice…
-Pero es que ella no existe.
-Ya deje ése juego, doctor. ¿Por qué dice eso?
-Por que la policía fue a interrogar a todo el personal y a todos los pacientes buscando testigos, recabando información, por que la enfermera… López, si, la enfermera le puso una demanda, y es lo que se hace de rutina. Si nos apegamos al informe, que déjeme decirle que extrañamente es claro y extenso, no hubo ahí ninguna anciana. Ah, espere… Sí, fíjese que si hay una mujer que concuerda en algo con su descripción…
-¿Ya lo ve, doctor?
-Lo curioso es que fue hace años, antes de éste incidente. Ahí estuvo encamada una mujer que se llamaba… Susana Escalante, y tenía al parecer cerca de cuarenta años cuando murió en ése mismo cuarto. Ella tenía los ojos grises.
Juan comenzó a temblar. No esperaba ése golpe tan de repente.
-¿Su… Susana Escalante…?
-Sí. Susana Escalante. ¿La conocía?
-No… No sé… Es decir… Tuve una amiga con ése nombre… pero no puede ser ella, no…
“Aunque por los ojos… No. Me estoy volviendo loco, no puede ser ella, no; yo vi con mis propios ojos como su hijo la ahorcó hace años… No, no puede ser ella…”
El vórtice de la obscuridad aún tiene fondo. Al pisarlo, el cuerpo se vuelve líquido, inconsistente. El frío de un invierno eterno que yace ahí, ahora comenzaba a entumir toda su anatomía, endureciéndola, transformándola en una coraza que atacaba primero brazos y piernas, cortándolas, buscando implacablemente al corazón para pervertirlo con ése murmullo de muerte, ofreciendo un descanso tan esperado en ésa situación, mientras Juan se iba adormeciendo, petrificándose en hielo con ésa fina y dulce música en sus oídos de agua, sin oponer resistencia, permitiendo que aquellos impúdicos dedos cortaran carne y nervios dormidos, buscando ávidamente su corazón para devorarlo, y ante el peligro éste latió, saltó con sólo una palabra en cada latido-salto, “Susana”. ¡Escapa! “Susana”. ¡Corre! Palabra que era la fuerza corriendo por sus cansadas venas, llamarada que acababa a los aceros al fundirlos y darle nuevo brío a su vencido espíritu y empujarlo, ¡arriba! ¡arriba! para que pudiese abrir los ojos, para que siguiera vivo y no sucumbiese ante la trampa del Mictlán.
Pero era tan difícil, los párpados le pesaban toneladas, pero Sana necesitaba su ayuda para no desaparecer. Su pecho latía cada vez más fuerte, ¡no mueras! Y la vida le invadía dolorosamente el cuerpo rígido; cuando pudo abrir los ojos, la luz entró a tropel, y ahora se le asemejó ésta luz a las hormigas que no tenían otra intención que devorarlo. Mas todo perdía su significado ante la voz del corazón, el grito de una sola palabra cada vez más fuerte, ¡Susana! ¡Susana! Tuvo la certeza de que su cuerpo se contorsionaba en una flama inmensa que contagiaba a toda la habitación, todo el sitio, dándole fuerzas para empezar a moverse. Lo más importante era salvar a Susana de Rodrigo. Quiso alzar la cabeza, pero no pudo sencillamente. Intuyó a Rodrigo también ahí, presente, acechando todo movimiento para matarlo sin remordimientos. ¿O los tuvo? ¿Se suicidó? ¿Realmente se ahorcó en ésa habitación del hotel Victoria? ¿Se mató por lo que hizo? ¿O se mató por que ya no podía tener a Susana? ¿De qué lado cae la moneda del egoísmo? Vivir es un acto egoísta. Pienso, luego existo. Implícito, Yo. La idea de Edipo-Minotauro cazando a Electra, no, ahora cazándolo a él por que se llevó a Susana era muy fuerte, y le llenó de terror, pero Susana le importaba más. No podía fallarle a Susana. A Susana. Mi Susana, así que se obligó a levantar la cabeza y a abrir los ojos.
No había nadie en ésa habitación, salvo los piececitos blancos de Susana que él pudo apreciar tan bellos como siempre desde su perspectiva y que apenas horas atrás tuvo entre sus labios, besándolos con pasión. “¡Un doctor!” pensó con angustia, y con todo el esfuerzo del mundo comenzó a arrastrarse hacia la salida, el portón semiabierto, y su sudor saturó su cabeza partida, doliéndole tanto que hizo que sus fuerzas menguaran. En eso, milagrosamente, entró doña Martha, para cobrar su sueldo por limpiar semejante caserón. A eso se reducían sus recuerdos de ésa noche mala. El desmayo, tan semejante a la muerte, muchas voces, el recuerdo pesaroso de su despertar en una cama de la Cruz Roja, la dura escena con su familia corriéndolo de la casa por pervertido y llenar de deshonra su vida pobre y miserable, sin más riqueza que un comportamiento más o menos respetable, y su fuga de la Cruz apenas pudo levantarse e ir hasta la casa de su amor, la casa de su confianza y la casa de su tranquilidad, la casa de Susana. No supo cuánto tiempo se la pasó ahí, en ése portón tocando inútilmente, hasta que un vecino compadecido le dijo que ahí ya no vivía nadie.
-¿Me puede decir por qué tan callado mi amigo? ¿En qué está pensando?
-No… en nada, doctor… ¿Me va a preguntar más cosas?
-Pues por ahora no, puede retirarse, ya lo llamaré cuando haga falta. Ah, otra cosa, aquí no toleramos la indisciplina. Podemos ser una institución benéfica, pero si usted arma cualquier desorden, pues…
-Si, me lo imagino. No se preocupe. No le daré problemas.
Juan se paró, de vuelta a su blanca realidad, y pensativo se dirigió a la puerta. En eso, una duda lo asaltó, generándole angustia, y volteando a ver al médico cosiforme, preguntó:
-Oiga, doctor… Una última pregunta, nomás por curiosidad. ¿Cómo murió esta persona? Susana Escalante…
-Bueno, déjeme ver… Si, un fulano, su hijo, por cierto, le rompió el cuello y la dejó en coma por cerca de un año, en que decidieron cortarle el respirador a petición de la familia que ya no quiso pagar nada.
-Su hijo…
-Sí. Déjeme ver, por que el chisme está bueno, esto hay que leerlo… Rodrigo Álvarez Escalante. Lo encontraron días después, ahorcado en un hotel. Suicidio, concluyeron los policías. Qué mundo éste, ¿verdad?
-Si. Un mundo loco. Gracias doctor. –dijo Juan, y arrastrando la pierna, salió de la habitación.
Así transcurrieron los meses, envuelto por la extraña atmósfera del hospital. Entre los internos había uno demasiado tranquilo que mataba el tiempo jugando solitarios con una vieja baraja que ya no servía para jugar otra cosa de lo gastada que estaba, y observando el cielo azul. Ese señor se llamaba Roberto y ya no se acordaba de sus apellidos, y, al igual que Juan, ésos apellidos terminaron por no decirle nada, a dejarle de preocupar y ya era únicamente Roberto, y juraba que él nunca estuvo loco, sino que estaba ahí por causa de su mujer, una tal Imelda que recordaba entre maldiciones, la cual, por estar poniéndole el cuerno con otro fulano, le dio diario a tomar ésa hierba que se llama “cola de diablo”, para amensarlo y así poder darle vuelo a la hilacha ella y su amante.
A los pocos días se habían vuelto buenos amigos, y pasaban las horas platicando y jugando baraja, ya que los dos tenían confianza, en ése extraño mundo en que una plática trivial era un verdadero lujo, y las horas en que les permitían salir, que eran la mayoría ya que nadie obedecía el reglamento interno, comenzando por los locos que, por locos, no acataban ninguna indicación salvo a punta de electroshocks y tehuacanazos con chile piquín por las narices, hasta el director, que era al mismo tiempo dueño del local en que estaba el hospital y que nunca se paraba por ahí, y que recibía una generosa cantidad de dinero de los gobiernos de México y de Silberia por tener el hospital, y así pues, ellos, Juan y Roberto, podían pasar un buen tiempo juntos, haciendo planes para cuando pudiesen salir de ahí.
-No manito, ya sabes cómo son las cosas. Te digo en serio que, si no tienes a alguien afuera que te ayude, que les esté chingue y chingue por ti, chínguele y chínguele con el papeleo de salida, no te sacan. ¿Cuánto crees que le den al cabrón director por cada uno de nosotros? En la pura medicina, manito. Dicen que estamos muy pinches locos, y que necesitamos cierta medicina carísima, y cual, nomás nos dan diazepanes y drogas para tenernos mensos y ellos se clavan la lana… Veme a mí, Juanillo, creo que llevo aquí cerca de diez años, creo, por que ya perdí la cuenta. Y, pues me tienen aquí por que para ellos soy como una especie de vaca, les conviene tenerme aquí, por que soy tranquis, y no gastan mucho en mí y les hago el caldo gordo por las medicinas… Además de que así se ahorran la fiaca del papeleo…
-Pero a mí el doc Gutiérrez me dice que voy a salir pronto, que mi asunto es meramente judicial… ¿A poco no quiere salir? Si salgo yo primero, le prometo que voy a estar chingue y chingue para que lo saquen…
-Claro, pues. Y podemos poner una panadería…
-Claro, y así puede recordar su oficio, mi Robert… Ya veo el letrero: “Panificadora La Castañuela”, o “Pan La Risa Loca”… Pero “Locos por los biscochos” me gusta más… Já já já…
-Já. Y vamos a hacer repostería francesa por que es cachonda… Ah que mi Juan tan cándido. Ya no eres un hombre, mano. Ahora eres una vaca… A ver, quítate éste pokarito…
-Charros, espéreme tantito, pues… Ya van tres veces que me gana, no hay derecho…
-Hombre, es que te distraes con facilidad mano… Si jugáramos por lana…
En eso, llegó un enfermero que tomó violentamente el brazo de Juan, provocando las protestas de éste y Roberto.
-¡Ora! ¡Ora! ¡Qué te pasa!
-¡Si, mi enfermero! ¿Qué modos son ésos? ¿Ya nos llevamos así, mano?

-Qué mano ni qué mano. ¡A callar! El doctor Gutiérrez quiere verte.
-Ahí vamos otra vez, mi Robert, ¿qué le va a hacer uno?
-Muge, mi Juanillo. Callar y obedecer mano. ¡Duro! ¡No se me raje ahora!
Ya en el camino, Juan iba haciendo “changuitos” para que el doc le diera la buena noticia de su baja, ya que pensaba que sería mejor estar en la cárcel, dos o tres años con buen comportamiento, que los diez años que decía Roberto que llevaba en el manicomio rodeado de locos, ya que temía convertirse a la larga en uno de ellos, caminando haciendo soliloquios, comiendo bichos o estar con la mirada perdida. No. Qué horror. Ya aceptaba su estancia en la cárcel con naturalidad, por que en el fondo, no se arrepentía de lo hecho a la enfermera López, ya que creía firmemente que lo tenía merecido. Por fin llegaron al único consultorio de todo el hospital, custodiado siempre por dos enfermeros que les dejaron pasar y adentro, volvió Juan a toparse con el cosiforme, amasado doctor Gutiérrez. Había subido de peso, contrario a Juan, que se sentía más delgado que una navaja de afeitar.
-Aquí está el interno, doctor… ¿Quiere que me quede?
-Gracias. No, no es necesario. Hola Juan, puedes sentarte.
-¿Y bien, doctor? ¿Para qué soy bueno?
-Me temo que no va a ser tan fácil como creí al principio… Realmente yo creí que estabas cuerdo, y ya te iba a dar la carta de buena salud para que el director te diera de baja a la procuraduría, y así poder trasladarte al reclusorio sur… Pero me dediqué a investigar un poco más, ya que me intrigaba el por qué estabas en el hospital cuando atacaste a la enfermera López, y ahí descubrí algunas anomalías que no me gustaron…
Juan se entristeció, pero se acordó de lo dicho por Roberto: “Ah que mi Juan tan cándido. Ya no eres un hombre, mano. Ahora eres una vaca” y se apegó a ver qué clase de anomalías eran.
-Mú. ¿Qué anomalías, doctor?
-¿Mu?
-No me haga caso. Siga, por favor…
-¿Recuerdas Juan, por qué estabas internado ahí?
-Ay… Pues… Me lincharon. Usted sabe que me castraron y me rompieron casi todos los huesos…
-Si, por supuesto, pero, ¿por qué lo atacaron?
Juan calló. Ese día, iba a invitar a Susana a desayunar, feliz de poder escuchar una vez más la risa de ella, y ella, juguetona, le dijo convenciéndolo de que no le gustaban mucho los huevos con salchicha, que prefería carne. “Pero la salchicha es carne, molida, procesada, pero carne al fin…” “Si, Juan, pero prefiero, jí jí jí, tu carne cruda…” “Si quieres, ya sabes que por ti haría lo que fuera, mi vida. Hasta pondría mi pene en medio de un pan para que lo comas como una torta.” “Si, mi rey, pero en serio ahora tengo hambre; donde me hallo no se puede comer nunca, mejor vamos primero al mercado y cuando regresemos, te prometo que vamos a gozar, me encanta eso que dices de la torta de ti. Serás mi duro Piolín y yo seré tu cachonda y hambrienta Silvestra, como en las caricaturas.” Fueron al mercado, y mientras se dirigían a la carnicería, ella, juguetona, le tocó el brazo, comenzó a besarle y a lamerle el lóbulo del oído mientras le decía “anda, mi vida, me muero por ti… Quiero hacerlo contigo, aquí…” “Oye, ¿ya te diste cuenta de dónde estamos?” “Sí, y no me importa. La muerte es muy fría, y yo me muero por tu calor… Hazme eso que tanto me gusta, ése baile que te sale tan bien…” “Por ti, Susi, haría lo que fuera…” El perdió la cabeza, excitado, le hizo el streap-tease que a ella le gustaba tanto en medio del mercado sin más ojos que para Susana… Una lágrima resbaló por su mejilla izquierda, se hundió poco a poco en la silla y su rostro, con las cejas en fuga hacia el cielo, cenizo, sombrío, parecía desaparecer, diluido en la tristeza.
-Vamos, conteste, hombre.
-No… No lo recuerdo, doctor…
-Inténtelo, por favor. Yo sé muy bien que usted sí lo recuerda…
-Creo… -dijo, conteniendo un sollozo- …que no sé, doctor; yo iba por un mandado. Me acababa de mudar, era muy joven y mi esposa había muerto. Vivía solo. Siempre he vivido solo, desde que ella ya no estuvo. Mi familia no se interesaba por mí, y mi orgullo impidió que les buscara, para respetar a mi esposa a quien no querían por que era mayor que yo. No los busqué, por que el rumbo estaba lleno de recuerdos, y me dolían. Me cambié, y ése día tenía hambre. Fui por un mandado. Estaba contento por que recién me habían contratado y ya tenía dinero en la bolsa, y tuve antojo de carne… Cuando me dí cuenta, la gente me agredía, me aventaban botellas, me pegaban muy feo, y… vi a un hombre… con un cuchillo enorme… Ya no supe de mí, vi todo negro, y ya después aparecí en el hospital y ésa pinche enfermera, ésa puta enfermera me hizo que me diera cuenta de que ya no podría satisfacer a mi esposa, ya no podría… No sé por qué me lincharon, ¿qué daño les hacía yo? Usted ha visto que siempre he sido tranquilo, doctor, usted sabe por qué ataqué a la enfermera, se lo he dicho muchas veces…
Mientras Juan hablaba, el doctor escribía gruesos chorros de salsa sobre sus papeles, y cuando Juan calló, hizo la pluma a un lado, fijó en él sus pequeños ojos, respiró profundamente con sus mofletudos cachetes para soltar, como una cachetada:
-Te estabas encuerando. ¿No te acuerdas?
-¿Yo? ¿Por qué haría algo así?
-Eso es lo que quiero dilucidar, mi estimado. Búscale un poco más, trata de acordarte.
-No, doctor. Para qué le digo que sí, si no me acuerdo de nada más.
-En ése caso, puedes irte. Cuando lo recuerdes, ven. Ten en cuenta de que lo que te tardes, puede ser el mismo tiempo que tardes en salir.
-Si, doctor…
Se paró, y umbrío, salió por la puerta.
Así, con toda la tristeza del mundo dejó que los días pasaran. Coincidió también que por ésos días entró a trabajar un vigilante nuevo, recomendado fuertemente por un amigo del director, y los presentaron a los internos del pabellón 3-C, en donde se hallaban Juan y Roberto. Éste último se mostró intranquilo, insistía en conocerlo.
-Juanillo, a éste lo conozco, lo conozco…
-Pues de donde, mi Robert…
-Este cabrón, mano, era un pinche maricón bien pinche pervertido. Prepotente y sangrón, andaba pervirtiendo chavalillos, hasta que entre varios cuates le dimos un “estate quieto”.
-Vaya, lo conoces bien…
-Te digo que el mundo es un pañuelo, mano. Después de la madriza que le acomodamos, que se pela de la colonia, y ya no supimos nada de él. Ay, Diosito Santo, dónde me lo vine a encontrar…
-Cálmate, mi Robert, lo más seguro es que ya no te reconozca, y si es como dices, al rato se aburre de aquí y se va…
-No tengo tanta suerte, mano. Ay de mí, hoy que ya no tengo las fuerzas para defenderme… No quiero que me den electroshocks, mano, no sabes lo feo que se siente, y si me le pongo al tiro, me los van a dar… Ay de mí, ay de mí…
-Cálmate, mi Robert, hazme caso, ése güey ya no te va a reconocer, sólo déjate crecer la barba, y hazte el loco, y ya verás que todo va bien…
-Ojalá y tengas boca de profeta, mi Juanillo… Cuídate mucho de ése cabrón, pos es peor que caer en un agujero lleno de víboras…
Pero el que tenía boca de profeta fue Roberto. No terminaba la primera semana de la entrada del vigilante, cuando apareció el primer interno violado. El doctor Gutiérrez lo llamó al creerlo responsable por su pasado, “te lo dije, Juan, que quien aquí hace borlote acaba mal” y lo llevaron a un húmedo cuarto, en donde lo amarraron a un tambor de cama metálico y lo mojaban a cubetazos de agua helada y después le daban descargas eléctricas directamente de la luz corriente: los famosos electroshocks que tanto temía Roberto. Después lo colgaban por horas, y lo drogaban tanto que no sabía ni cómo se llamaba. En las noches, Juan nuevamente veía a sus recuerdos, pequeñitos, brincando tratando de abrazarlo, y él no podía contener las lágrimas al verlos llorar. Cuando no lo colgaban, lo llevaban hasta un extremo de ése cuarto oloroso a orines y lo ataban a una silla atornillada al piso, y le vaciaban por la nariz tehuacanes con chile piquín. Lo dejaban descansar unas horas y de vuelta al tambor, a ser bañado con agua helada y a darle toques eléctricos, mientras le preguntaban que si era él quién había violado al interno. El respondía que no sabía nada, que por Dios, lo dejaran en paz. Y nuevamente una sola palabra revoloteando en su mente, dándole fuerza para resistir: “Susana” “Susana” “¿Dónde estás, amor mío?” Perdió la noción del tiempo, apenas podía respirar por la bronquitis adquirida, y de pronto, apareció el doctor Gutiérrez, lo desató y le pidió disculpas, sacándolo de vuelta a su pabellón, donde le inyectó penicilina y un sedante fuerte para hacerlo dormir. Una vaca muerta sólo sirve para hacer bisteces.
Abrió los ojos, y el sol de mediodía lo fue metiendo a su realidad, asombrándose de que lo hubiesen soltado. A pasos inciertos, debilitado, y respirando con trabajo fue a buscar a Roberto al patio preferido de éste para pasar el tiempo, extrañándose de no hallarlo ahí como era su costumbre, con la mirada clavada en el azul inmenso del cielo. Le preguntó al “tuercas”, al “dodó”, al “tarzán”, los relativamente más cuerdos, pero nadie pudo decirle dónde se hallaba “Mr. Magú”, que era el apodo de Roberto, hasta que una de las enfermeras, con todo el recelo del mundo por su negro pasado, le indicó que se hallaba en el pabellón enfermería. También le dijo que no había querido comer, ni hablar con nadie, por que estaba muy huraño. “Quizá contigo quiera hablar, ten, pasa a visitarlo” le dijo la enfermera, dándole un papel para que le permitiesen la entrada.
Trabajosamente se dirigió a la enfermería, arrastrando su pierna rígida, y lo halló temblando, más gris que nunca contrastando con ésas horribles paredes blancas; hecho un pequeño bulto arrebujado en la sábana, dejaba de vez en vez oír sollozos. Juan, preocupado, se dirigió a él, hablándole lo más suave que pudo:
-Mi Robert, ¿qué pasó? ¿Qué tienes?
-¡Juan!
Volteó. Lentamente, le mostró a Juan un rostro que más parecía una máscara por las facciones exageradas, y abrazó a Juan entre sollozos.
-¡Mi Juanillo! ¡Me reconoció! ¡Me torció ése pinche “garabato”! ¡No pude hacer nada! ¡Nosotros no tenemos derechos! ¡Me torció! ¡Dijo que le tocaba su desquite! ¡Me torció! ¡Te digo que me torció…!
Fue más doloroso que los choques eléctricos y la asfixia brutal de los tehuacanazos. Sintió un enorme coraje, una impotencia desoladora; tenía ganas de ir al encuentro del “garabato” y matarlo, sin importarle su traje de vigilante, sin importarle que fuese conocido del director, mas toda su furia se redujo a abrazar con todas las fuerzas que tenía en sus entumecidos brazos al pequeño cuerpo de Roberto y apretarlo contra su pecho.
Aquella noche, después de que el sol se hubiera metido, la luz se desvanecía en el vapor del café caliente que les daban por cena antes de dormir. Juan lo hacía solo, por su fama recién ganada de hostigador sexual. El comedor hoy se le antojaba más espacioso, y se sintió terriblemente solo. Ya después, en su cama, no dejaba de dar vueltas, así que se paró y fue hacia la ventana que tenía enfrente el amplio cuarto, solitario. El director había mandado que lo mandaran a ésa habitación para impedir otro incidente, y se hallaba solo en medio de la hilera de camas, parado, viendo hacia afuera. Observó el solitario patio, los últimos cuartos cuadriculados por la herrería puesta para que no se tirasen los locos más perdidos, y hasta allá, las nubes formando cirros, algunos luceros que se dejaban ver entre el indiferente paso de éstas; allá abajo, algunos edificios, árboles, y, maravillosas, evocativas, las anaranjadas luces de la ciudad, ésas que desde muy chico le fascinaron. Le recordaban a Susana. Nunca dejó de quererla, ella había sido su único amor, y el recuerdo de ella también era el recuerdo de tiempos mejores. Algunas noches, las pocas que pudo faltar a su casa para quedarse a dormir con ella, subían entre risas y algún libro de poesía a la azotea, y mientras leían románticamente con la débil luz de un quinqué viejo, le prestaban mucha atención a las luces del sur de la ciudad. Algunas veces, él se arrobaba tanto con la declamación, las palabras aterciopeladas de Juana de Ibarborou que salían hermosas de los labios exquisitos de ella, y él, sin pensarlo, se paraba en una barda y volaba, extendiendo mucho los brazos, a punto de saltar al vacío. Entonces a ella le entraba un extraño miedo, y excitada, le pedía que se bajase, riendo de todo, enervados por las latientes luces, y fingiendo que se iba a aventar si ella no le daba un beso, si ella no le declamaba una poesía entregándosela boca a boca, sin despegar los labios. Ella llegaba hasta él, lo abrazaba por las piernas inconscientemente y jalaba de él, haciéndolo bajar. Se besaban, haciendo el amor ahí mismo.
En ése instante, un avión pasó con sus titilantes luces, separando por un momento sus recuerdos, e inmediatamente se volvieron a unir; con lágrimas en sus ojos ardorosos, se acordó mucho de Susana, y fue quizá la presión de ésos meses aciagos, el ver a su único amigo tan vencido como lo halló ésa mañana, la negativa del doctor Gutiérrez por extenderle su baja, o los electroshocks que le aplicaron, las drogas que embotaron su ya de por sí cansado cerebro, o por toda la depresión que a ratos lo invadía al verse como estaba, creyéndolo los de afuera loco, y él sabiéndose impotente, viendo con envidia a los enfermos más desquiciados que se masturbaban donde fuera, viendo con envidia ésas manos subiendo y bajando por sus penes, los rostros de placer, que él sólo podía recordar, y entonces se palpaba la gran cicatriz que le dolía en el cuerpo y el alma, el catéter que ahora era su virilidad y que periódicamente tenía que sacarlo para lavarlo, ésa herida que lo obligaba a caminar despacio, además de la pierna que ya nunca pudo doblar.
Quizá fue algo de ello, o quizá todo se le juntó en su cabeza, explotándole como un sollozo de dolor y de impotencia, para escupir sobre su día de nacimiento; y es que al perro más flaco es al que se le cargan las pulgas, y él era el perro más flaco que existía ésa noche, con un marco de ciudad explotándole en las pupilas y un mar de recuerdos escapándosele por los ojos, y sus pulgas malditas poniéndose de acuerdo, mordiéndolo todas al unísono, haciendo que su alma se doble de dolor.
Quizá fue por todo aquello que volteó, y se le figuró ver la silueta de Susana que sigilosa venía por los apagados corredores. Claramente vio cómo se detenía en algunos cuartos, miraba hacia adentro y seguía. El se sintió muy contento de verla otra vez, y la fue siguiendo con los ojos hasta que se le perdió. Suspiró por un momento, dando gracias por haber visto algo bueno, algo tan amado, cuando escuchó la voz de Susana, volteando, encontrándola de nuevo, asomando su bellísimo rostro de ojos grises por el marco de la puerta.
-Juan, Juan, ¿estás aquí?
-Si, Sana. ¿Qué haces aquí? Te pueden ver…
-Escuché tu llamada… ¿Qué miras?
-Estás hermosísima.
-Eres un adulador… No me refería a mí, sino a que qué haces ahí acodado.
-No podía dormir, y me paré a ver las luces de la ciudad…
-Nuestras luces…
-Si. Nuestras luces…
-Juan.
-Dime, mi amor.
-Deberías dormir.
-¿Para qué?
-Para que pueda entrar a tu sueño. Anda, compláceme…
-Sana, te he extrañado mucho. El tiempo aquí es como un desierto gigante sin ti. No tienes idea de lo que te he necesitado, de lo que te he extrañado, no tienes idea…
-¿Y qué esperas para demostrármelo?
-Qué mala eres. Sabes bien que ya no puedo…
-El malo eres tú. Vengo de muy lejos para verte, y me mientes así. Eres un mentiroso…
Susana se acercó, lo abrazó y lo besó. Sus pequeñas manos comenzaron a recorrerlo, tocándolo en sitios que a él siempre le gustó ser tocado, pero como un destello, la cordura se impuso, y la tomó por los hombros, separándose de ella con esfuerzo.
-Espera, Sana, ¿qué hay de tu hijo?
-¿Le sigues temiendo? No te preocupes, está en un lugar en donde no puede salir.
-No, es que…
-¿Es que qué?
-Que yo vi cómo te ahorcó…
-Ahí vas con lo mismo. Olvídate de aquello, anda…
-Sé que te quebró el cuello, y que deberías estar muerta ahora…
-Yo te acompañé al mercado ése día, el día en que te contrataron para tu primer trabajo. Estabas feliz, ¿te acuerdas? Ya no tenías necesidad de hacer ésos trabajitos, ya no tendrías que hacer mandados ni hacerla de cargador para medio sobrevivir, y decidimos celebrar, ¿te acuerdas? Pasé contigo toda la mañana, ¿te acuerdas?
-Si, mi vida, pero ya estabas muerta… Quisiera saber qué pretendes.
-Ya vas a empezar de nuevo. Sabes de sobra que lo único que quiero es estar contigo. ¿Quieres que me vaya?
-No, es que…
-¿Es que qué?
-Que tengo miedo.
-¿A mi hijo? ¿Temes que se nos aparezca y te quiebre otra vez la cabeza? Tú ya estabas muerto, Juan, y no sé por qué reviviste. Estábamos juntos ya, y reviviste. Fuiste tu quien me dejó sola en ése lugar. Eres malo. Y ahora me sales que tienes miedo. ¿A qué?
-No… Te tengo miedo a ti… Es decir, a tu recuerdo…
-¿Y según tú, ahora soy un recuerdo?
-No.
-Entonces soy real, soy presente.
-No. Es decir, sí… Sí…
-Y el presente hay que vivirlo, ¿no?
-Si.
-¿Entonces? ¿Qué esperas? ¿Quieres que te ayude otra vez, como la primera vez estuvimos juntos?
-Si… Es decir, no… Es que ya no puedo, Susana. Desde lo del mercado, ya no puedo…
-Mentiroso. Yo te siento enorme…
Y al decir esto, se le repegó, dándole a saber al tacto su cuerpo querido, ése cuerpo hermoso que le había enseñado tantas cosas; y él de pronto se sintió extrañado: ¡estaba excitado! Ya casi no se acordaba de ésa sensación. Se sintió como cuando era un niño de once años, ante su primera y rara erección, y se sintió feliz; ella lo jaló hacia la cama más próxima, separó mucho sus hermosas piernas, dejándolo ver a sus anchas ése centro, el tentador jardín de las delicias, la fruta de pecado original, con sus dos gajos, húmeda, derritiéndose hasta la otra entrada arrugadita, deliciosa, prohibida, incitante hasta la locura. Ella dijo otra vez, ronroneando las palabras:
-Vamos, excítame, anda…
Y ésta vez él si supo qué hacer. Comenzó a mover su erección en círculos, mostrándola orgulloso, su piel morena iba apareciendo conforme se despojaba de aquellas ropas monacales y burdas, y se descubrió con sorpresa bello, y se alegró de ser otra vez hermoso para ella. Tomaba poses en sensuales quiebres, y su respiración profunda era sensual. El carmín volvió a apoderarse de sus mejillas ahora de vuelta juveniles, haciendo su expresión más intensa, más arrebatadora. El veía la manecita de ella, ocupada en su deliciosa fruta haciendo que se derritiese más aprisa, mientras veía lujuriosa su erecto pene entrar y salir haciéndole el amor al viento, y quiso complacerla aún más, yendo hacia ella; no le estorbó la rigidez de su pierna, a la que pudo doblar de nuevo, permitiéndole hacer para ella las figuras más extrañas. Se sintió excitado al máximo, y se dispuso a recorrer aquella piel tan conocida que aún le deparaba misterios por resolver, aquella hermosa boca de labios rojos, sexo visible para todo el mundo, el abrazo de ésas piernas eternas sobre su cintura, el ardiente abrazo de su vientre, y si ella lo permitía, si quedaba tiempo, el abrazo caliente del estrecho y obscuro centro de las nalgas sobre su virilidad recobrada, que deseó con toda su fuerza. Sintió sobre sus caderas unas manos, y volteó para corresponder a la caricia, sólo para encontrarse de manos a boca con la cara del vigilante nuevo, el “garabato”, que tenía la boca abierta, babeante, los ojos inyectados de lujuria, y una voz aguardentosa que decía:
-Pinche suerte chingona que tengo… ¡Una vieja hombre! ¡Una vieja hombre! ¡Y encueradito, lista para usarse…! ¡Qué buena estás, papacito chulo…!
Juan no supo qué hacer, cuando de repente, como contra un muro, chocó con su realidad, y se vio de nuevo sin su recobrada erección, sólo la cicatriz; quiso moverse con agilidad para escapar del abrazo el “garabato”, pero su pierna nuevamente rígida, además de los moretones y la debilidad del castigo se lo impidió. Volvió a buscar a Susana con la mirada, y sólo vio una sombra en fuga hacia la ventana, que le decía a través de sus ojos grises, deteniéndose un instante:
-Recuerda, mi amor, recuérdalo muy bien, Juan: sólo el viento puede salvarnos…
Y saltó por la ventana, quedando como único vestigio el cabello castaño de ella revoloteando en el aire por unos segundos, un segundo que se esfumó tan rápido que ningún aliento podría alcanzar; su propio aliento fue cortado por un dolor muy grande que lo obligaba a cerrar los ojos y a descorrer dos lágrimas al perder toda fuerza para oponerse, quedando tan solo parado en el lugar, mientras el “garabato”, con una voz rasposa y el aliento alcohólico decía en su oído mientras empujaba su pene dentro de él:
-Déjala que se vaya… Pinches viejas, sólo dan problemas. Tú así como estás, flojito, y verás que bien nos la vamos a pasar… Te prometo que te va a gustar, papacito…
La repulsión cortaba el paso al dolor, y Juan sintió asco de tener eso dentro suyo; más aún, le dio coraje y vergüenza que Susana hubiese visto aquello. Esa voz, semejante a la de un demonio ebrio seguía murmurándole obscenidades, pero en eso, se quebró con un “¡ay!” y la presión sobre él desapareció, el pene intruso perdió su poder, liberándolo, saliendo de él. Juan volteó, y descubrió a Roberto, que con un garrote y una sonrisa cínica, le decía a aquel cuerpo desmadejado, con los ojos brillantes y a la vez perdidos:
-¡Desquite! ¡Pinche “garabato” hijo de tu puta madre! ¡Desquite!
Y volteó a ver a Juan con aquella mirada donde ya comenzaba a asomarse el vacío de la locura, mientras que, con ésa sonrisa deforme, en cuclillas, le decía a Juan en voz muy baja:
-¡Te digo, Juanillo! Vi pasar hacia aquí a éste hijo de la chingada y les vine a dar ayuda… Te digo, mano, que a éste pinche puto le vamos a dar su “estate quieto” pero ‘pa siempre…
Juan en ése momento recobró algo de su coraje, y el mismo odio espeso y obscuro que lo invadió contra la enfermera López le tomó la boca, y dijo a Roberto.
-¡’Orale, mi Robert! ¡Ayúdeme a desgarrar la sábana y a amarrarla!
-¡Pero ‘pa qué, mi Juanillo!
-¡Yo sé ‘pa qué le digo! ¡Ayúdeme, que solo no puedo!
-No, pos yo nomás decía.
-‘Ora mire, mi Robert, a éste pedazo lo amarramos al cable de la luz…
-¡Y lo dejamos colgando como badajo! ¡Ya te entendí, mano!
-Píquele, que tenemos poco tiempo, no se me vaya a atarugar…
Todo lo hicieron con gran rapidez, y al rato, bastante macabro, el “garabato” daba patadas y trataba de soltar la improvisada cuerda, cortarla incluso con las uñas, mientras su cara parecía estallar, hasta que quedó quieto, meciéndose, con la negra lengua resbalándose por los pliegues de la mueca con la que se había ido. Entonces Juan se percató del problema en que estaban metidos.
-Sabes, mi Robert, ya no podemos quedarnos, ni aunque queramos… Ahora nos jugamos el todo por el todo.
Y Roberto, hasta con espuma en la boca, como un animal rabioso, mirándolo de una manera estúpida sólo se reía quedito, mientras le daba palos al cuerpo colgado sin prestarle mucha atención.
-¡Deje de hacerse güey, mi Robert! ¡Le digo que ya no vamos a poder quedarnos…!
-Desquite… Já já… Por fin tuve mi desquite…
-¡Roberto!
Le tomó, desesperado, el brazo con fuerza, obligándolo a verlo directamente a los ojos, sólo para observar en ésa cara, si es que todavía podía llamarse así, por fin, dueña y soberana de aquella alma a la locura, contagiada como un extraño virus; feliz, movía como un titiritero al cuerpo de Roberto, el “Mr. Magú” y éste no tenía ya voluntad propia. Su rostro, como una máscara partida en dos, escurría un espeso hilo de baba. A Juan le dolió todo su espíritu, y quiso gritar, jalarse con desesperación los cabellos o tirarse por la ventana. Se acercó a ella, tomando con desesperación los barrotes que lo separaban de la nocturna ciudad, pero las luces anaranjadas hacían flotar las palabras de Susana sobre el viento frío de la madrugada, y ésa frialdad lo calmó un poco.
Pensó un rato, estudiando lo más fríamente posible su fuga, y se le ocurrió una idea arriesgada, pero que podría funcionar si lograba conservar la cabeza fría. Jaló una cama para alcanzar el cuerpo del “garabato” y lo desnudó. Se vistió con aquella ropa ante la mirada estúpida de Roberto, que sin previo aviso comenzó a sollozar y a darle palazos al cuerpo sin vida, mientras decía con una voz que era más un susurro:
-¡Sí, mi Juanillo! ¡Váyase! Yo lo seguiría, pero ¿a qué voy? Yo ya no tengo nada, ni siquiera recuerdos… ¡Váyase!
-¡Mi Robert! ¿Qué espera? ¡Vámonos! Haremos todo lo que pensamos, verá que “Locos por los biscochos” funcionará, nos iremos al norte, a Tijuana, a Ciudad Juárez, a donde se nos hinche la regalada gana, a cualquier sitio donde no nos encuentren, pero vámonos…
-No, mi juanillo, pélese usted. Yo ya no tengo nada que me espere afuera. Aquí no es tan malo. Tengo dos comidas diarias, mis barajas, y yo ya soy muy viejo, no me inquietan ya ni las mujeres ni el dinero. Además, le digo que ya no tengo ni recuerdos, y la pelona loca me ronda, me atrapa por momentos cada vez más largos, ya lo vio…
-No me hable de usted… ¿Qué ya no me estima? Ándele, vámonos… Además, lo que pasó fue nuestro desquite.
-Si que lo estimo. Fuiste el hijo bueno, que me apoyó un rato, además, eres un hombre casado, así que no te puedo llamar como a un muchacho, ya mereces respeto. Y no fue nuestro desquite… Usté lo hizo por odio, que es un sentimiento cuerdo, pero yo… No sé por qué lo hice, creo que fue nomás de loco, ya me vio… Ándele, váyase le digo, vaya con doña Susana; aunque sólo sea de aire, es su esposa y se merece su respeto, y lo está esperando ya sabe dónde. Recuerde que no es bueno dejar plantada a una dama como ella…
-¿La vio, mi Robert?
-Todos la vimos. Muy coqueta, estuvo preguntando por usté en todos los cuartos. Yo fui quien le dijo dónde estaba, y platicamos tantito. También la vio ése hijo de puta que está colgado…
-Es verdad… Dijo algo como que la dejara ir…
-Claro, pues por qué cree que vino ése cabrón para acá. Me prometió que vendrían a visitarme cuando estuvieran juntos, así que váyase ya. ‘Orita la noche es su aliada, y de noche, todos los gatos son pardos, ¿o no?
-¡Venga conmigo, mi Robert!
-¡Le digo que se vaya! Ya al ratito amanece, y los guardias de la puerta es cuando están más dormidos y no se dan cuenta de nada; además, ya siento cerca otra vez a ésa pelona maldita… ¡Váyase, le digo!
-Mi Robert…
-¿’Ora qué?
-Sólo quiero decirle que… Que usted es mi mejor amigo, y que se portó muy chido, muy riata, cuando yo más lo necesitaba. Gracias.
-¡Con una chingada! ¡Que se largue, le digo! ¡Mire que ponerse sentimental ahorita…! ¡Váyase! ¡¿Quiere que lo corra a palazos?!
-Nunca lo olvidaré, Roberto.
-¡Ya! ¿No ve que se me quieren salir las lágrimas? ¡Ande con Dios!
Juan dio la vuelta, y se fue. Roberto, todo lágrimas, con un pedazo de vidrio que había encontrado en el patio días antes, le cortó los testículos y el pene al cadáver del “garabato”, y también comenzó a desfigurar el rostro y las manos, haciendo gruesas cortadas a lo largo y ancho de toda la cara; además, ya cuando los pájaros comenzaban a cantar, clavó el vidrio profundamente en una cuenca y sacó un ojo, que reflejó el rostro de Roberto, moustruoso, reflejando también toda la obscuridad de su alma atormentada, que no dejaba de llorar mientras hacía esto. Una horrenda mano descarnada tocó su hombro, y Roberto volteó, furioso, rugiendo:
-¡Ahora no! ¡Todavía no, maldita! ¡Espérate tantito, cabrona, en un ratito soy todo tuyo!
La extraña mujer sin piel lo miró, y salió de la habitación riéndose escandalosamente, perdiéndose escaleras abajo, acompañada de un lejano sonido de cerrojos descorriéndose y una pesada puerta metálica abriéndose. Roberto soltó un ahogado quejido, mientras sacaba el otro ojo y decía, con una voz contagiada por un temblor proveniente de su propia lluvia interior:
-Tardarán en dar contigo, Juanillo… Lo juro por ésta. Ya mero acabo yo también. Otro piquete al corazón, y dejaré de luchar, Juanillo. Ya mero terminamos, y a ver si en el otro barrio podemos reunirnos a jugar cartas tú, doña Susana y yo… Va a ser divertido, ya lo verás, ya lo verás…
Juan salió, atravesó el corredor lo más tranquilo que pudo para no dar a notar su pierna rígida; bajó las escaleras y se acercó al portón principal, donde estaban dos guardias despreocupados, sentados en poses simiescas, exagerándolas al verlo venir, mientras le decían con voz chillona:
-‘Tons qué, “garabato”, ¿cómo viste todo? ¿Te volviste a coger a otro loquito? Estás bien pinche loco, yo no haría eso… Tú debieras estar dentro, pinche güey, y no fuera.
-Oye, te toca ir por los cigarros, cabrón, no te hagas pendejo con el rondín. Además, como que hace hambre, ¿no? Lánzate también por unas tortas, ¿eh?
Al verlos, un Juan en penumbras que se acercaba hacia el halo de la peligrosa luz disminuyó su velocidad, sintiendo que su corazón estallaba por la intensidad de sus latidos. Bajó la visera del kepí sobre su cara y tomó con fuerza el tolete. Primero al que está de espaldas a él, el segundo caerá después. A señas les dio a entender que todo se encontraba bien, pero en eso…
-Oye, ¿qué te pasó en la pierna? ¿Por qué caminas así?
-¡Já já já já! ¡Se ha de haber caído, el muy pendejo! ¡Si hasta aquí escuchamos tu pinche gritito! “¡Ay!” ¡Joy joy joy…!
-Hijos de su pinche madre…
Dijo Juan, lo más ronco que pudo, y con toda la sangre fría que tenía, extendió su mano.
-Ya, no te encabrones, son bromas, ¿o no? Ya te íbamos a ir a buscar, por que te estabas tardando mucho. Ahí te va uno de a diez. ¡Me traes mi cambio, pinche puto! Si no, no te vamos a coger ni el “güero” ni yo, aunque nos lo pidas de rodillas…
-Ya, y deja de chupar pitos de locos que hasta la voz te cambia, no me vayas a contagiar algo cuando meta mi verga ahí, putito… ¡Já já já! Mira que caerse… ¡Pinche pendejo! ¡Já já jaiii…! ¡Tanta pena te da que ni la cara nos quieres enseñar!
Uno de los guardias le descorrió el cerrojo y abrió una de las hojas del pesado portón metálico, cerrándola atrás de él. Juan caminó los primeros pasos lo más calmado que pudo, temeroso de que sus latidos lo delatasen, pero una cuadra más allá, comenzó a caminar lo más rápido posible, temeroso de que sus celadores descubriesen su fuga. Llegó hasta una avenida, le hizo la parada a un colectivo sin fijarse siquiera hacia dónde iba, y se fue mientras la aurora comenzaba a asomarse por entre los edificios.


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Alzo el cuchillo, y despliego estrellas en el estrecho firmamento del cuarto que fue nuestro, Susana. Este cuarto nuestro que está en ésta casa que fue nuestra, y a donde me he metido como un ladrón. Necesito dos lágrimas de pasado ahora, y siento que mi cuerpo arde, la sangre se me afiebra, me tensa y casi no puedo respirar por los latidos del corazón. Por favor, amor mío, descarga tu caudal de fantasía sobre mí; ven, que el espacio necesita de tu mirada, derrama imaginación en mil arcoíris que eviten que los ojos se me partan y estallen en mil pedazos de gris por tu ausencia no deseada. Mira que la obscuridad me aterra sin tus manos, sin tu cabello; pierdo en la obscuridad todas mis esperanzas, y mueren sobre la insulsa tierra, que niega a abrir sus manos para recibirme, para ocultar en ella para siempre a las estrellas… ¡Malditas ilusiones! Deshacen la luz en las tinieblas de su verdad, pierdo en ellas todas mis esperanzas, por que toda tú eres luz, eres mi sol que necesito. Ven con tu velo de imaginación, y píntame de claridad, por que ellos ya no tardan en llegar; por favor, sólo dame dos lágrimas de pasado, y te prometo saltar al otro lado, donde bailaré mil años para ti, por ti.
Si, la luz me estalla en los ojos. Corro, corro al espejo y en el reflejo de mis ojos te encuentras, callada, tan silenciosa que me obligas a respirar suave, casi no parpadeo para seguir viéndote, observar tus líneas, tus ojos sobre mi derrotada figura, y entonces, irremediablemente, lloro, y no sé por qué. Te pido ayuda otra vez, y fluyes, dejas en el aire tus palabras que taladran mi cerebro por la desesperación de no comprenderlas, y grito, pobre grito seco, sin la solemnidad necesaria para que mueva conciencias. Es un grito de loco, sin acordes, que te envío para por lo menos, intentar detenerte; grito que al expandirse por el aire, por el fuerte viento helado que entra por la abierta ventana, se quiebra, congelado, cayendo fragmentado en mil espejismos que se transforman en recuerdos, tan vívidos, que me envuelven con sus manitas moradas, me envuelven en gasas mis pequeñitos; repiten tus palabras, hechas muro, poderosa extensión llena de pesarosa incertidumbre.
Ahora me veo, tendido en la penumbra del angosto cuarto, con una luz azulosa que entra por la ventana; me levanto al llamado de una femenina silueta, corro tras ella con trabajo. Mi pierna rígida no me sirve, y me invento unas alas hechas de nada, rotas, que tampoco me sirven, ella se me escapa, tu gemela, y tomo otra vez el cuchillo, pero al observar el agudo filo, se apodera de mí un temor que no logro controlar, hace que mi cuerpo tiemble, que mi espíritu tiemble… Ay, arrojo con ímpetu al acero, despliega sus invisibles alas, rompe al helado aire para estrellarse sobre un retrato que me pintaste, pero que no soy yo en realidad, solo mi concepto, la forma en que me veías. Lo parte en dos, lo divide en dos pájaros, yo y Susana. Pelearán, y ganarás tú, por que la idea que tienes de mí es más hermosa que la idea que tengo de mí. Sabrás, Susana, que nunca me resigné a tu fuga. Yo no te abandoné ése día malo, no. Fuiste tú la que ya no quiso pelear, la que me abandonó a la deriva, y tuve que hacer lo posible por vivir sin ti, pero no pude. Me abandonaste con tu supuesto asesinato, pero yo nunca te creí. Sabía que esto no es más que una absurda prueba, que alguien, el que maneja el destino, se parte de la risa al vernos. Nunca te creí, en serio, al verte siempre rondándome, pero lo más triste de todo, es que eres de humo. No puedo ya tocarte, y tú tampoco me puedes tocar, al ser todavía de carne y hueso. Nos amamos mucho, y ése divino ser se muere de la risa al vernos fantasear al pretender que hacemos el amor, al pretender que no ha pasado nada.
Y por eso vine aquí, el único refugio que conozco, tu casa, para intentar calmarme, sentarme en paz un momento, y tratar de deducir qué fue lo que me dijiste en la cama del hospital, y lo que me dijiste hace horas cuando me fugué del manicomio. Y por no poder hallar la respuesta a ése enigma, grito, con ése grito de loco que ya conoces tan bien.
Sí. La luz estalla en áureos destellos en mis ojos. Por tratar de seguirte en ésa pantomima de creer que te tocaba, y, y tengo que hacer algo… ¡El sol! ¡Sí! Sólo dos lágrimas de pasado… He derramado millones de lágrimas de pasado y no sirve de nada; los recuerdos, éstos pequeñitos que me siguen a todos lados, son como espinas, se meten en mi corazón. No me matan, pero me atraviesan; rompen indiscretas todas las barreras para enterrarse en la esencia de mi alma; sólo el viento nos puede salvar, dijiste, y aquí no hay más viento que el que entra por la ventana, y siento que la tierra me llama, que me vuelvo de piedra y aunque quiera, sé que no podré ya seguirte, ya no más, aunque te pasees por toda la pieza. Sí, ya no puedo seguirte, ahora sé que tenías toda la razón cuando me decías que todo lo que hacemos nos alcanza algún día; sí, mi amor. Me ha alcanzado ya, y sé que te alcanzará a ti también, por que ahora sí ya no tenemos nada para darnos: yo, castrado, empobrecido, envilecido. Y tú, irreal, ausente de cuerpo. Mi amor, nuestro cariño es como el viento que entra por la ventana, y pienso que he quedado ya como Roberto, por que los recuerdos que llevo conmigo, ya no me sirven, y como ya no tengo nada, me acerco a ti, te traspaso, y tomo otra vez el cuchillo, lo levanto y ya. Sólo espero que des la espalda para descargarlo…
Ay, mi amor. Nuestro amor es tan etéreo como el viento que me envuelve. El cuchillo deja mil secuelas de color en éste aire frío que me rodea, y el dolor dibuja mil mariposas de mil colores en el espacio que se abre ante mí, infinito, una terrible extensión; yo, sólo recargado en la ventana que da a ése universo amplio, escucho mil risas que me acariciaron mil veces. Embotado, dibujo tu sonrisa, y el viento arrecia, sopla más fuerte que nunca, queriendo arrancar las cortinas de estampado astral que tenía. Mil sombras también vienen hacia mí, tomándome, mientras me desangro. Entran en mi cerebro clavándome punzones que me hacen doblar de dolor. El dolor nunca se termina, ¿acabará algún día? Las sombras bailan conmigo, me cubren del viento, me separan de él y me funden en un silencio sepulcral… Mi amor. Mi amor, te quiero mucho, te amo tanto…
-Juan, escucha bien, sólo el viento puede salvarnos, solo el viento…
Y de mis brazos surgen flores, fuertes canales de vida corren de mi herida abierta, se transforman en caballeros de espadas relucientes, espantan a mis enemigos, me ponen a salvo de ellos, que necios, seguían aferrándome al piso que se había vuelto huraño, abriendo su eterna boca para recibirme. Pero el viento ahora era cálido… No lo permití. Mis guerreros cerraron mis heridas, corrieron a las sombras, son mis pequeñitos, los que siempre me consolaban cuando me iba sin ti, mi amor… Ay, mi amor… El viento es como nuestro cariño… Eso es… Ya sé por qué me decías que el viento nos puede salvar, mi amor. Tienes razón, como de costumbre, sólo soy el chamaco necio de catorce años y tú eres mi sabia diva, ya lo entiendo… Mis recuerdos, pequeñitos, se aferran de mis brazos, se vuelven plumas, me hacen alas los brazos, mi amor. Seremos uno otra vez, Susana, mi hermosa Susana, lo mejor que tengo, mi paraíso, y mi paz. Susana de mis melancolías, Susana de mis vicios, Susana de mis virtudes. Mira mis alas, nuestros hijitos me las dieron, y el viento sopla más fuerte que nunca mi amor. Afuera del cuarto los enemigos se agolpan, el mundo entero quiere romper la puerta, quiere atraparme de nuevo y encerrarme para separarme de ti, amor mío, pero ésta vez no lo conseguirán, por que ya conozco el camino que recorres cuando vienes a verme, ya conozco el camino que lleva hacia ti, Susana. No lo pienso más, mi vida, voy a ti. Tan sólo me paro en el dintel de la ventana, y salto…

Heber Jair Aguilar Hernández “Gato Jazz”.
Ciudad de México, 23 de Julio de 1991.


A manera de explicación.

“Susana” es mi primera novela y la escribí en el periodo de mi bachillerato. Tenía por título alternativo “De Carne y Hueso” para hacer una distinción formal entre lo etéreo, el ideal que representa Susana, y lo material que representa Juan. En ése entonces estaba muy metido con el rollo sobrenatural, y creía que la muerte no era otra cosa que el inicio de algo más. También tenía la idea de que el amor es capaz (aún lo creo) de perdonarlo y permitirlo todo. (O casi todo.) En la historia, la relación de Juan y Susana se da de un modo pecaminoso, en un contexto de pederastia. Pero no era tan malo, ya que al final, es su cariño lo que permite que se unan para siempre. También era una de mis fantasías de secundaria, que llegase alguna extrovertida buena mujer que me iniciara en el camino del sexo. No se me hizo, así que escribí la novela, que al principio era un cuento largo, pero que poco a poco me pidió más y más. Juan amó siempre a Susana, y viceversa, sin importar las barreras que tenían, que eran de todas las índoles: materiales, de edad, culturales. Y la sociedad los reprende duramente, sobre todo a Juan, pero lo que más me gusta, es que al final se salen con la suya, aunque tengan que unirse en la muerte, ya que su cariño es tan grande, que se vuelve sobrenatural. Y se reúnen todos los domingos con don Roberto a jugar al póker y a tomarse un par de cervezas sin ponerse locos, claro. Ahora que la transcribí de nuevo en la computadora, me gustó, creo que es buena; le hice pequeños añadidos y le quité “paja”, pero conservando el espíritu con que la escribí a mis 20 años. Espero que quien la lea, también le guste tanto como me gustó a mí.
Jair Aguilar, “Gato Jazz”.Real de Tultepec, 3 de Noviembre de 2008.

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