miércoles, 6 de junio de 2018

Obituario: Adiós, Alfonso.





                La vida corre. Pasa, y uno no se da cuenta en qué momento el tranco se hace lento, para detenerse (aunque en tu caso, fue un detenerse abrupto, hermano). Pasa, y los que vienen a nuestro lado también pasan, y uno se queda ahí, quieto, quizá sin entender qué es lo que sucede; simplemente uno se queda estático, ante las cosas que ocurren a nuestro lado. Uno se hace de madera, piedra, y el viento entonces nos convierte en polvo. Se vuela, entonces, pero disperso, sin conciencia; como decías tú cuando eras niño: “¡viento, llévame…!”






                En 1961 un niño vino a dar alegría a una pareja de jóvenes soñadores, que buscaron un remanso de cariño en un cuarto de azotea de la calle de Guadalajara, colonia Roma: el primogénito, hecho con verdadero amor, el de la inocencia y el de la promesa. Y ése niño creció, y comprendió desde muy joven que la verdadera fuerza, se demuestra en soledad: yo no le conocí amigos, y es verdad, no me llevé bien con ése niño sino hasta que su niñez y mi niñez se hicieron adultas, y, aunque no coincidíamos mucho en lugares ni coincidiéramos mucho en muchos temas y en formas de pensar, lo cierto es que, niños al fin de cuentas, empezamos a llevarnos bien. El amor fraterno no necesita coincidencias más que una: la cuna, nuestro origen.






                Yo veía pasar corriendo a ése niño por la avenida Reforma de la Ciudad de México, lo acompañé un par de veces a correr con ése otro niño con quien compartimos niñez: Hugo, a Chapultepec, y al Parque España. Los acompañé para cargar la ropa de regreso cuando corrieron maratones, niños de acero, y cuando Alfonso y Hugo pasaban por Reforma, o la Avenida Chapultepec, la cuadra entera salía a verlos correr,  poderosos, veloces como saetas, orgullosos felinos que, haciendo honor a su origen gatuno, todo lo guardaron dentro de sí mismos. Especialmente tú, Alfonso, que seguiste corriendo solo, como cuando corriste, adolescente, hasta Oaxaca, o al Popocatépetl, y ahora a tu vida adulta, a tu primer matrimonio, del que seguiste corriendo, hasta que te topaste con ella, el amor de tu vida que te dio dos hijos de los cuales me siento orgulloso, como una especie de tregua a la soledad que los Aguilares llevamos como una manda, como el libro de Mario Benedetti, Elvira, tu esposa, el remanso de paz, de compañía que Dios te dió..







                Seguiste corriendo, en soledad, a tu trabajo y a tus obligaciones, y solo, enfrentaste tu enfermedad. La verdadera fuerza se demuestra en soledad, hermano, y tú eras muy fuerte. De nosotros tres, fuiste el estómago, el padre que no tuvimos, el apoyo (quizá involuntario a veces), que nos daba cohesión. La distancia no significa desapego, es cierto. Nosotros tres somos el ejemplo de ello.













                Corriste, hermano, luchando contra la bacteria que te ganó. Resististe como un campeón ésas dos terribles semanas de hospital, y yo, únicamente pude salir a verte correr de nuevo, como lo hacíamos cuando yo era un niño afligido por el asma y tu corrías por los dos.






                Quizá sea tarde, hermano, pero quiero decirle al mundo que siempre me sentí orgulloso de ti, que te amo, y que cuando suene la última Trompeta del Ángel del Señor, espero que estemos juntos de nuevo, para, ahora sí, correr, pero esta vez en igualdad, querido Alfonso. Hombro a hombro, pié con pié.

                Descansa en paz. Te quiero mucho, hermano querido.