La vida
corre. Pasa, y uno no se da cuenta en qué momento el tranco se hace lento, para
detenerse (aunque en tu caso, fue un detenerse abrupto, hermano). Pasa, y los
que vienen a nuestro lado también pasan, y uno se queda ahí, quieto, quizá sin
entender qué es lo que sucede; simplemente uno se queda estático, ante las
cosas que ocurren a nuestro lado. Uno se hace de madera, piedra, y el viento
entonces nos convierte en polvo. Se vuela, entonces, pero disperso, sin
conciencia; como decías tú cuando eras niño: “¡viento, llévame…!”
En 1961
un niño vino a dar alegría a una pareja de jóvenes soñadores, que buscaron un
remanso de cariño en un cuarto de azotea de la calle de Guadalajara, colonia
Roma: el primogénito, hecho con verdadero amor, el de la inocencia y el de la
promesa. Y ése niño creció, y comprendió desde muy joven que la verdadera
fuerza, se demuestra en soledad: yo no le conocí amigos, y es verdad, no me
llevé bien con ése niño sino hasta que su niñez y mi niñez se hicieron adultas,
y, aunque no coincidíamos mucho en lugares ni coincidiéramos mucho en muchos
temas y en formas de pensar, lo cierto es que, niños al fin de cuentas,
empezamos a llevarnos bien. El amor fraterno no necesita coincidencias más que
una: la cuna, nuestro origen.
Yo veía
pasar corriendo a ése niño por la avenida Reforma de la Ciudad de México, lo
acompañé un par de veces a correr con ése otro niño con quien compartimos
niñez: Hugo, a Chapultepec, y al Parque España. Los acompañé para cargar la
ropa de regreso cuando corrieron maratones, niños de acero, y cuando Alfonso y
Hugo pasaban por Reforma, o la Avenida Chapultepec, la cuadra entera salía a
verlos correr, poderosos, veloces como
saetas, orgullosos felinos que, haciendo honor a su origen gatuno, todo lo
guardaron dentro de sí mismos. Especialmente tú, Alfonso, que seguiste
corriendo solo, como cuando corriste, adolescente, hasta Oaxaca, o al
Popocatépetl, y ahora a tu vida adulta, a tu primer matrimonio, del que
seguiste corriendo, hasta que te topaste con ella, el amor de tu vida que te dio dos hijos
de los cuales me siento orgulloso, como una especie de tregua a la soledad que los Aguilares llevamos como una manda, como el libro de Mario Benedetti, Elvira, tu esposa, el remanso de paz, de compañía que Dios te dió..
Seguiste
corriendo, en soledad, a tu trabajo y a tus obligaciones, y solo, enfrentaste
tu enfermedad. La verdadera fuerza se demuestra en soledad, hermano, y tú eras
muy fuerte. De nosotros tres, fuiste el estómago, el padre que no tuvimos, el
apoyo (quizá involuntario a veces), que nos daba cohesión. La distancia no
significa desapego, es cierto. Nosotros tres somos el ejemplo de ello.
Corriste,
hermano, luchando contra la bacteria que te ganó. Resististe como un campeón
ésas dos terribles semanas de hospital, y yo, únicamente pude salir a verte
correr de nuevo, como lo hacíamos cuando yo era un niño afligido por el asma y
tu corrías por los dos.
Quizá
sea tarde, hermano, pero quiero decirle al mundo que siempre me sentí orgulloso
de ti, que te amo, y que cuando suene la última Trompeta del Ángel del Señor,
espero que estemos juntos de nuevo, para, ahora sí, correr, pero esta vez en
igualdad, querido Alfonso. Hombro a hombro, pié con pié.
Descansa
en paz. Te quiero mucho, hermano querido.
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