¡Qué puex, mis estimados/as!
¡Cómo les trata la vida! Espero que bien. ¡Ah, que gato tan bilioso tenemos aquí! Pero es la realidad lo que me pone de mal humor. Sí, sé que mis comentarios de la entrada pasada fueron estruendosos, y fácilmente tachables de intolerantes, pero no es ésa mi intención, créanme. Sigo pensando lo mismo, aunque creo que mi lenguaje fue muy altisonante, y les pido una disculpa a quienes se hayan sentido ofendidos, y en mi descargo diré que estaba muy, pero muy molesto, por que como les dije, he conocido mucha gente gay, muchos buenos, de ésos que se quitan hasta la camisa para ayudar al necesitado, y otros tantos malos, gente que te destruye completamente con su lengua aguda y su mirada penetrante, cazadora de defectos para esgrimírtelos en la cara, y otros tantos, ni lo uno ni lo otro. De hecho, hay uno que estimo mucho, que es primo de uno de mis mejores amigos, y que es bailarín de ballet moderno; una muy fina persona, que nos regala entradas para irlo a ver al Palacio de Bellas Artes a bailar. Pero insisto: mi problema no es que sean gays. Mi problema es con el ejemplo, ya que los niños son muy maleables, y por lo mismo, al educarlos, uno debe hacerlo con el ejemplo. Para todo hay una forma correcta de hacer las cosas, y creo sinceramente, que el gobierno de Ebrard no lo está haciendo bien. Menos los ministros de la suprema corte, pero en fin, ¡basta de asuntos enojosos! Uno viene aquí a ludicar, en el buen sentido de la palabra, y les pongo a continuación la cuarta entrega del “Beneficio del Edificio”, de mi carnalito H.P. Aguilar, y después les sigo contando las sabrosas anécdotas de ésta historieta, tan singular en su historia, como en su realización. ¡Va!
Bueno, les sigo platicando… ¿en qué me quedé? Creo que en la página 9 hay una viñeta con dos personajes que tienen una historia detrás. Una muy triste, y que por lo mismo es la que primero les voy a contar. Cuando el héroe, el “Aguilita” se dirige al cuarto número 6 en busca del “Inframundo”, hay una puerta que se cierra estrepitosamente con la leyenda “Huevonas”. Estas gentes eran parientes de la portera que nunca hacía la limpieza, y que abandonaba todo, incluyendo a sus hijas, en su búsqueda del antídoto de la soledad. Esta señora era muy gacha, ya que tenía a sus hijitas totalmente abandonadas, sin darles ni siquiera de comer, y encerradas a piedra y lodo en la portería, pero era muy solícita con la demás gente. (De hecho, el personaje “Maya”, del que les contaré más tarde, una mañana rompió a patadas la puerta y rescató a la fuerza a las niñas. Se hizo el escándalo y hasta apareció la madre en las páginas de la revista ‘Alarma’, pero como entonces no existían reglamentos contra el maltrato de niños, aunado a la falta de interés en la ciudadanía de las autoridades, la dejaron en libertad, con sólo la amenaza de quitarle la Patria Potestad) Bueno, el ser solícita hizo que le abriera la puerta a un familiar suyo, la “Huevona” mayor que se había quedado sin hogar. Esta señora llegó con tres muchachas de más o menos mi edad, (14-16 años tenía entonces) pero muy respingadas, tanto, que ni me hablaban, y cuando uno se acercaba (vivíamos prácticamente al lado) se asomaban y cerraban la puerta, como aparece en la historia. Entonces comenzó una guerra encarnizada por la portería del “Edificio”. La señora que llegó era hacendosa, aseaba bien, que era el requisito mínimo, pero la mayoría de las vecinas apoyó a la señora que no hacía nada, por las niñas, que eran pequeñas, (la mayor tenía 10 años) y temían (con justa razón) que al verse sin la portería, la descuidada fuera a descuidar aún más a las pobres niñas, al extremo de regalarlas con desconocidos o de dejarlas dormir en la calle, o abandonarlas por completo a su suerte. Hablaron con el dueño, el señor “Guerra”, abogando por ella contra las “huevonas” y logrando que las echara. Lo cierto es que ésta señora, la “huevona” (no sé quién le puso el apodo. De repente comenzó a circular, y me imagino que era porque su alimentación básica eran puros huevos, no porque fuese floja) era intrigosa. Metió a varios vecinos en problemas por los chismes que se inventaba, y de ahí se ganó la enemistad de varios, cosa que fue lo que inclinó el fiel de la balanza hacia la despreocupada, además del factor emotivo de las niñas. Como la despreocupada no les daba de comer, ni les compraba ropa, ni las aseaba, salvo en casos raros, entre todos los vecinos (en especial los del departamento 1, que prácticamente las adoptaron) les daban de comer, les daban ropa, y entre todos las cuidábamos. Nosotros jugábamos con ellas, y mi hermano, que estaba muy encariñado con ellas, las sacaba a pasear disfrazando hábilmente los paseos con mandados. La ida al pan era también una visita al parque España y sus columpios y resbaladillas. Pero el dato más triste, es que hace poco recobramos el contacto con ésas niñas, que se hicieron mayores, con hijos. La mayor (que es menor que yo por seis años) está postrada en el hospital con una de las enfermedades más horribles que uno pueda imaginar. Tiene Esclerosis múltiple, y desgraciadamente ha comenzado su cuenta atrás. Los médicos sospechan que el detonante fue su mala, su perra niñez, plagada de maltratos y golpes, amaneceres llenos de hambre y piquetes de chinches, pero sobre todo, de desamor. ¡Cuántas cosas cambiarían en éste mundo con un poco de amor, un poquito de compasión! La puerta que estaba siempre cerrada junto a la mía, era un campo de concentración en miniatura, pero gigante en el desamor.
Para quitarnos el mal sabor de boca, les hablaré del otro personaje, que también aparece en la página 9 y creo que 10. Un rayo naranja de cola esponjada, cuerpo atigrado, que respondía al nombre de Sebastián. ¿Por qué Sebastián? Por que estaba de moda entonces la película “Los motivos de Luz”, y en la publicidad salía una mujer gritando con una voz muy aguda: “¡Sebastián! ¡Luz mató a tus hijos…!” En el mismo tono le decíamos: “¡Sebastián!”, y el gato, mi hermoso tigre de bengala chaparrito maullaba alegremente y venía hacia uno, y era muy inteligente. Desde cachorrito comprendió su nombre. Platicaba como un perico con uno, en serio. Cuando se iba de gatas, se iba en serio por una semana, y regresaba cansado y satisfecho, lleno de grasa de coche, y muy hambriento. Mi madre entonces le preparaba sus bofes con orégano y cebolla, mientras lo regañaba por andar de mujeriego, y el gato, sentadito junto al refrigerador, sucio a morir, hacía sus orejitas puntiagudas hacia atrás y le contestaba a mi madre “maumarramiau” y no sé qué tantas cosas más en su lengua gatuna, como diciéndole “date de santos que regreso, así que dame de comer y no me regañes mas”.
Era un gato muy muy especial. Desde que nuestro vecino Colbert y su entonces novia Flavia nos lo regalaron, con un enorme moño de papel de baño, nos ganó con su carácter alegre, muy juguetón. Pero era una fiera defendiendo su territorio. Corrió a todos los gatos de los alrededores, y al principio nadie lo quería, ya que era orgulloso. Se ganó el respeto de todos los vecinos cuando una vez atrapó a una enorme rata, más conejo, casi un tlacuache, y la arrinconó. Como un león, el lomo erizado abriendo sus garras, como un boxeador le tiraba los feroces tajos que abrían a la rata que al principio se defendía, pero ante el poder de mi gato, poco a poco fue aceptando su inevitable final. Bajó su guardia, e intentó correr, dándole al poderoso Sebastián su costado. Como un león, Sebastián brincó, el cuerpo arqueado, las garras abiertas, capturando el cuello del roedor, que chilló de una forma horrible al entregar su vida. Fue un domingo en la mañana, todas las mujeres en el lavadero dejaron de lavar, espantadas, pero terminaron por echarle porras a mi tigre anaranjado desde la escalera de caracol. Le sirvieron muy bien las lecciones que le dimos desde cachorrito con el “moustruo de las cobijas”; sin saber, le enseñamos a ser feroz al jugar brusco con él al mover las cobijas con las manos, provocando su felina curiosidad. Cuando atacaba, el “mostro” lo atrapaba y el tenía que salir como podía. Mordía muy duro, jugando. Ya me imagino cómo mordía y rasguñaba de a deveras. Mis manos y las de mis hermanos estaban llenas de rasguños que serian heridas abiertas de no ser por la cobija.
Pero vino el momento de irnos. “Guerra” murió, y su hijo vendió al mítico “Edificio”, y por más esfuerzos que hicimos para quedarnos, no pudimos. El “Edificio” parecía un pueblo fantasma. Sólo había dos vecinos, y a uno de ellos encargamos a Sebastián, por que a donde nos mudamos, no admitían mascotas. Lloré al tener que dejar a mi tigre de bengala, que siguió siendo el amo de su feudo, Guadalajara 14, hasta que un obtuso conductor en la avenida Chapultepec terminó con su magnífica, poderosa vida. Todos lloramos cuando nos enteramos de su muerte. Sebastián era, como dicen los japoneses, un “kamineko”, un “dios gato” de diez años, orgulloso, desafiante, que dejó una enorme descendencia que habita en Oaxaca. La última vez que visitamos a nuestra vecina que se hizo cargo de Sebas, conté como 15 gatos, todos fuertes, la mayoría atigrados, y, según su dueña, todos descendientes del gran Sebas. Tronco de reyes gatunos.
Creo que puse un cuadro en una de las entradas anteriores, “Gato y Sebastián”, y aparece en otro cuadro, “Flores para mi madre Los Girasoles Feber y Sebastián” y le hice un par de rimas, que también están en otra entrada vieja, “rayo naranja de silente alud…” o algo así. También participa en un relato de mi hermano, como un jefe nahual, y lo incluyo en mi historia más reciente, “Hadas”, con el nombre de “Tucum-Balam”. Y tuve muchos otros gatos, a los cuales quise mucho, o mejor dicho, quise micho, pero creo que como Sebastián, ninguno. Descansa en paz, amigo mío.
Chín, creo que también ésta historia fue triste, pero ya ni modo. Los espero en la siguiente entrega, para seguirles contando historias del “Edificio”, entrada a los más locochones y estrambóticos mundos.
¡Sayonara!
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