Y siguen los temblores, qué le vamos a hacer, sino agarrarnos de donde se pueda.
Vaya mi solidaridad con el pueblo chileno que ha tenido que sufrir a los sicarios como el Pinochet, y ahora el rigor de la naturaleza, y tambièn con toda la gente que ha sufrido de los temblores, tanto de las manos al ver a una muchacha bonita, hasta éstos que nos tumban las casas y derriban nuestra seguridad y autoestima, por que, ¿quién no se ha sentido pequeño, ante la fuerza enorme y contundente de un terremoto? Son horribles, y la gente joven que no ha sufrido uno, pues neta, que se han salvado de una experiencia fea. A mí, pese a haber pasado tanto tiempo desde que sufrí el terremoto del ’85, hasta la fecha, cuando tiembla, las manos me sudan e inmediatamente busco la maleta en donde guardo todas las cosas importantes, en caso de que haya que salir huyendo de la casa, que por el poder de la naturaleza, hace que se convierta de hogar, a un moustruo feroz que puede destruirnos con sus dientes de tabique y cemento.
Y las memorias… ¿En donde me quedé? Ah. Pues sí, como les platicaba hace dos entradas, la tierra dejó de moverse ése 19 de Septiembre de 1985. Recuerdo algo de ése día, ya que estaba nublado, y cuando el caliche de la secundaria se hubo asentado, el cielo estaba limpio, de un azul profundo. Pero no hubo calma. Los compañeros lloraban. Hubo un detalle que llamó poderosamente mi atención, y era a un corro formado por muchachos llorando, tomados de las manos y rezando entre sollozos el Padrenuestro. Alguien me llamó la atención sobre una mano que estaba en medio de dos lozas, y yo la vi, pero en total shock, y no puedo recordar claramente si sí era una mano, o algún trapo que semejaban dedos, justo donde estaba la entrada al salón del 2-C. Llegaron hasta mí dos compañeros, uno de ellos cargando con fuerza un portafolios negro que aún conservo (me lo regaló después) por que le salvó la vida al saltar del primer piso de la secundaria antes de que colapsara y aterrizar sobre él; llenos de caliche, y adiviné que ellos eran mi espejo. Nada iguala más a los hombres que la desgracia, leí después en algún libro, y la descripción del espejo de todos, que éramos todos, queda justo. Todos iguales por un momento, por lo menos hasta que la voluntad y la bonhomía se impuso, y aparecieron los héroes, los arrojados que se despojan de su yo para salvar a otro yo.
Les platico: llegaron hasta nosotros, sorprendidos, dos amigos más: el “Pitufo” y el “Chueco”. El “Pitufo era un maestro en el arte de soñar con ciencia, ya que todas sus fantasías eran sustentadas con conocimientos sacados de revistas de ciencia, hablantín hasta los codos, y muy fuerte y ágil, ya que su padre era (o es, ya no conservo contacto con él) doble de cine, y lo obligaba a hacer ejercicio. Y el “Chueco”. Le decíamos así, por que sufría de una enfermedad que poco a poco lo postraba en la inmovilidad al deformarle los huesos. Cuando lo conocí, se movía lentamente, ayudado por un bastòn, pero cuando dejé de verlo, se hallaba ya en una silla de ruedas. Por lo mismo, cuando el moustruo que deshizo a zarpazos la tierra derribó la escuela, él no pudo correr. El “Pitufo” estaba cerca, y el “Chueco” sólo pudo gritarle “¡ayuda!”. El “Pitufo” lo escuchó, y regresó sobre sus pasos, para cargarlo por la cintura y volver a correr, antes de que la secundaria los aplastase.
Déjenme hacer un paréntesis. Ustedes, los veteranos lo recordarán bien. A nosotros nos hacían cargar hasta con la cocina, nuestras mochilas pesaban fácil 15 kilos de libros y cuadernos inútiles, y nos dejaban tanta tarea, que a veces uno no podía dormir. Por eso no me caen bien los pájaros, por que me recuerdan aquellas noches interminables de tareas de física, geografía, matemáticas, con la angustia de no poder terminar, y de pronto, los pájaros cantaban, recordándonos que ya no habíamos podido dormir. ¿A que viene esto? A que todos, alguna vez, nos escapábamos de la formación de entrada y nos escabullíamos al salón a terminar a toda prisa alguna tarea. Por eso creo que hubo bastantes bajas de compañeros, y viene también a que el “Pitufo” no solo cargó su portafolios tamaño vendedor de alfombras, sino que tuvo los arrestos para regresar con la suficiente rapidez, cargar al “Chueco” con todo y cargamento, y regresar corriendo. Un valiente, eso que ni qué.
Bueno, un maestro de educación física (no el “Carpinteiro”, que no fue ése día, porque ya estaba retirado. Luego les platico de él, ya que era todo un personaje.) junto con un trabajador de mantenimiento, con dos mandarrias abrieron un boquete en la pared, y por ahí nos dejaron salir, afuera, al caos. Filas enormes para los pocos teléfonos públicos que estaban funcionando (aún no había celulares) el metro no estaba trabajando, y ambulancias y patrullas circulando a toda prisa con la sirena abierta. A pocos metros de ahí, un edificio que también se cayó sobre la calle de Mérida, creo, y más allá, el humo de los Televiteatros, que también se estaban incendiando. La gente, la gran mayoría llenos de caliche, avanzaban en filas hacia sus casas, a pié. Era un escenario dantesco, ahí comprendí un poco lo que debieron sentir las gentes que vivieron durante la segunda guerra en Europa. Todo tenía un aire como de bombardeo.
Bueno, me despido por hoy, recordando a los compañeros que se fueron, comidos por la tierra, devorados por Tlazoltéotl. ¡Descansen en paz, caídos de la Heroica Secundaria Diurna Número Tres, “Héroes de Chapultepec”! Quizá no fuimos como los valientes que murieron defendiéndonos de los Gringos y de Santa Anna en 1845, pero en la gesta por sobrevivir, ¡seguro que tenemos memorias! Y la semana que entra, les platico la segunda parte de éstas memorias del sismo, el Gran Terremoto de ’85, Ciudad de México, tu Implosión.
¡Sayonara!
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